+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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11 de febrero de 2012
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]J[/fusion_dropcap]esús recorría ciudades y aldeas anunciando una Buena Noticia. Y lo hacía de manera incansable, como invulnerable a la fatiga. Para esto había venido, esta misión absorbente ocupaba sus noches y sus días. Por eso, resulta un poco sorprendente que, después de realizar sus milagros, pida que los beneficiarios no lo publiquen. El evangelio de Marcos levanta acta de que, al menos diez veces, Jesús pide silencio, aunque, en no pocos casos, tal prohibición -«no lo digas a nadie»- resultara inútil. La alegría salta inevitablemente del corazón a los labios. En el caso del evangelio de hoy se produce un curioso y divertido cambio de papeles: El leproso, que no podía acercarse a lugares habitados, puede hacerlo una vez curado. Jesús, que se movía tranquilo por las ciudades y aldeas, no puede hacerlo ahora por las aglomeraciones que su presencia suscita.
Hoy, a pesar de que nuestra sociedad presume de haber superado las supersticiones y los prejuicios propios de épocas pre-científicas, las colas que se forman ante los domicilios de los curanderos y adivinos son casi tan largas como las que se forman en los hospitales de la seguridad social. Me llamó la atención el dato de que, en la culta y secularizada Europa, el número de curanderos, adivinos, echadores de cartas o lectores de horóscopos, triplicara al de los físicos y biólogos.
¿Por qué Jesús impone ese silencio, que los biblistas llaman el “secreto mesiánico”? Jesús no quería aparecer, tal y como eran la expectativas mesiánicas de muchos de sus contemporáneos, como un milagrero. Las curaciones que realizó vinieron casi siempre como forzadas por el grito angustioso de los necesitados, por la fe y la confianza irresistible de los que acudían a Él, porque la compasión le rompía las entrañas. Aquellos milagros tenían el carácter de signos acreditativos de que el Reino de Dios estaba presente en su vida y, por tanto, la plenitud de la salvación ya estaba operante en el mundo. Sus milagros eran, en definitiva, como vislumbre del cielo nuevo y de la tierra nieva presentes ya en la persona y en la vida de Jesús.
Sólo entendiendo el misterio de la muerte y resurrección de Jesús podría espantarse el peligro de reducirle a un curandero más. De ahí la petición del silencio. En tiempos de Pablo, los griegos apelaban a la ciencia, a la sabiduría, y los judíos buscaban milagros, pero el apóstol predicaba a Cristo y éste crucificado.
Hoy, como ayer, unos piensan que la salvación está exclusivamente en la ciencia; otros corren allá donde barruntan algo que huela a apariciones y milagros fáciles. Aunque Dios ha entregado el mundo a la responsabilidad del hombre, para que éste lo domine con su inteligencia y para que, con buena voluntad, lo ponga al servicio de bien de sus hermanos, no le negamos el poder de hacer milagros. Puede hacerlos. Pero sólo por el amor de un Dios que se hace entrega hasta la muerte, y que está empeñado en derramar su amor en nuestros corazones, viene la salvación plena.
Las estadísticas registran la existencia de unos veinte millones de leprosos, y parece que el número no merma, sino que aumenta. Hoy sabemos que el contagio es raro. Lo favorecen la pobreza, la falta de higiene, la desnutrición, la ignorancia de las norma de prevención. En algunos países, por extrañas creencias reencarnacionistas tan de moda también entre nosotros, piensan que es consecuencia del mal realizado en una existencia anterior.
Sería bueno pensar cuántos son los excluidos en nuestras sociedades avanzadas. Nos ayudaría a ver, de paso, cuáles son las lepras que a los biempensantes nos insensibilizan el alma.
La lepra era entonces mucho más que una enfermedad contagiosa; significaba la exclusión de la comunidad, ser un proscrito ante Dios y ante los demás. Era la expresión de la marginación más absoluta. Estaba terminantemente prohibido acercarse a un leproso, tocarlo, tener cualquier tipo de relación con él. Jesús, acercándose, tocándole, curándole, nos enseña a romper barreras de exclusión. Anticipa así la hora de su muerte en que derribaría todos los muros, cuando su pecho traspasado se convertiría en una puerta abierta para que todo hombre pueda acceder a la experiencia del amor sanante de Dios. Y anticipa su resurrección, preludio y posibilidad de la regeneración del hombre entero, cuerpo y alma, corazón y conciencia.