+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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28 de mayo de 2011

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El día 11 de Febrero, festividad de Nª Sra. de Lourdes, celebra la Iglesia la Jornada Mundial del Enfermo. Sin embargo, son muchas las parroquias que prefieren reservar esta celebración para hoy, sexto domingo de Pascua, celebrando la Pascua del Enfermo.

Hace sólo dos semanas teníamos en la Casa de Ejercicios el encuentro diocesano con las personas de nuestras parroquias que trabajan como voluntarios en el campo de la pastoral de salud: Personas admirables, que en nombre de la comunidad cristiana visitan a los enfermos o ancianos en sus domicilios, en los hospitales o en las residencias para ancianos. Me impresionó escuchar en la plegarias de los fieles tantos nombres de enfermos de distintas parroquias tras de los cuales había rostros concretos. Tanto con las Jornadas citadas como con estos encuentros a que me acabo de referir pretendemos que crezca nuestra sensibilidad ante esa realidad, a veces bien cercana, de los enfermos, que, en no pocos casos, junto a la debilidad del cuerpo, experimentan la soledad del alma.

La atención al enfermo pertenece al corazón de los evangelios. Casi no hay página en que Jesús no aparezca junto al ciego, al leproso, al paralítico… Por eso, es tarea irrenunciable para las comunidades cristianas.

La exaltación de lo joven y lo bello, tan presente en los medios de comunicación y tan a la medida de nuestros deseos, no puede hacernos olvidar las realidades de la enfermedad y la ancianidad, la del deterioro físico y psíquico. Estas limitaciones, aunque desfiguren el cuerpo y deterioren el alma, no degradan la grandeza y dignidad del hombre.

El enfermo es hijo de Dios, y nos revela de modo admirable al Dios que, en la soledad y agonía de Cristo, ha asumido la debilidad y el sufrimiento de todos los hombres. Vivir cerca del enfermo, de su cama o de su silla de ruedas es estar, como María, al pie de la cruz. Ella no desertó ante el horror del sufrimiento, ni dudó de la grandeza de su Hijo; acompañándolo con amor y ternura infinita se hacía solidaria también del dolor redentor que salva al mundo.

Los cuerpos debilitados y dolientes son también templos de Dios y un día serán cuerpos gloriosos. Con ellos llevarán para siempre las huellas de nuestro cariño y las marcas de nuestras atenciones.

Sabemos que hay enfermedades crónicas o incurables, que, cuando se viven en soledad, pueden acabar hundiendo al enfermo en la desesperanza, mientras que, por el contrario, se siente dignificado cuando se ve rodeado de afecto y atención. Los psicólogos nos enseñan que la autoestima y la paz interior dependen en gran parte de la experiencia de sentirse querido. Una enfermedad bien acompañada puede convertirse en una experiencia que dignifica y enriquece tanto al enfermo como a sus familiares y acompañantes.

La cercanía a la enfermedad es para los sanos una escuela admirable de enriquecimiento interior y de gratuidad. Si es verdad que el acompañamiento a un enfermo incurable puede resultar tan absorbente que desestabilice nuestra vida, es también una oportunidad para que todos los miembros de la familia puedan dar lo mejor de sí mismos. En la medida en que morimos un poco para que otros vivan, nosotros mismos renacemos a una vida nueva de amor y de esperanza. La enfermedad es una escuela admirable; nos enseña a enfermos y a sanos a relativizar muchas cosas.

El índice de humanidad y la calidad evangélica de una sociedad, de una cultura, se manifiestan, en buena parte, en la manera de tratar a sus miembros más desvalidos.

A la vez que expresamos nuestra admiración a los profesionales de la salud por su generosidad y competencia, agradecemos y alentamos a quienes trabajáis como voluntarios en la pastoral de la salud a seguir e intensificar, si es posible, la dedicación y la calidad de vuestra formación humana y espiritual para que, a través de vosotros, descubran los enfermos el rostro viviente de Jesús. Unos y otros escucharéis de labios del Señor la palabra más agradecida, la que os reportará la más alta alegría: «Lo que hicisteis con estos hermanos míos enfermos, conmigo lo hicisteis».

Desde esta carta envío a todos los enfermos un cordial saludo, y les invito a vivir la enfermedad en comunión con la Pascua de Cristo, que es misterio de dolor, de pasión y de cruz, pero, sobre todo, de resurrección y esperanza.