+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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12 de mayo de 2012

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]U[/fusion_dropcap]n amigo mío decía que él disfrutaba más en las sobremesas que en la mesa. Comer juntos es una de las más altas manifestaciones de amistad. Pero en la mesa se suele estar atento a los manjares; en cambio en la sobremesa interesan las personas. No es extraño, por eso, que la sobremesa sea un tiempo oportuno para las confidencias.

Hoy asistimos, en la versión del evangelista San Juan, a la sobremesa que siguió a la última cena de Jesús con sus discípulos. Es, además, una sobremesa con sabor a despedida; un momento de intimidad admirable, de abrir el corazón y dejar que chorreen las mejores palabras, que broten a borbotones los sentimientos más entrañables.

Habla Jesús a los suyos de cómo se ha sentido amado por el Padre. Les asegura que él les ama con el mismo amor con que él es amado por el Padre; que es ese amor el que le empuja a la más grande manifestación amorosa: la de dar la vida por aquellos a los que se ama. Sólo pide a cambio que permanezcan en su amor, que se amen unos a otros: “Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado”. Y eso tendrá un efecto imprevisto: la alegría: “Os he hablado esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud”.

Los primeros cristianos tomaron tan a pecho lo de la alegría que consideraban pecado andar afligidos en el domingo, día de la Eucaristía. Y el gran Tertuliano prohibía ayunar o ponerse de rodillas en el “día del Señor”. También lo entendió así el convertido Chesterton, más próximo a nuestros días, que escribió  que “la alegría es el gigantesco secreto del cristianismo”. Es para pensarlo, no sea que si andamos siempre tristes y gruñones, sea una manifestación de que no somos verdaderos cristianos.

El evangelista San Juan debió de pasar la vida entera reflexionando sobre esta verdad. En la segunda lectura de hoy, tomada de sus cartas, nos propone la que podemos considerar la más profunda de sus intuiciones, la más bella y nueva definición de Dios: “Dios es amor”.

Es una definición simple, pero de una asombrosa profundidad. Los filósofos de la antigüedad no habían llegado a tanto. Se imaginaban a Dios como el ser perfecto, todo racionalidad, causa eficiente del mundo, motor inmóvil, origen de todas las cosas. Incluso los estudiosos de hoy que saben de galaxias y de átomos han llegado a pensar a Dios como el supremo ingeniero o el supremo arquitecto. Dios-Padre es la revelación de Cristo. Dios-amor es la intuición de Juan, “el discípulo amado”. Quizá fue necesaria la revelación de Dios como uno y trino para poder entender que Dios es amor.

Con lo anterior no se quiere negar el carácter creador e inteligente de Dios. La inteligencia es una característica del amor. Si al amor le quitamos la inteligencia cae en sentimentalismo, instinto, impulso o pasión. Es un error en el que suele caer la prensa rosa y tanta gente que vive un romanticismo fácilmente biodegradable, de “déjate llevar del corazón”, como dicen. El amor no es ciego, no renuncia a ver la realidad como es, ha de estar atento a cualquier forma de prejuicio o de racismo.

Precisamente la primera lectura de hoy previene contra la peligrosa tentación del racismo. El pueblo judío de entonces se considera el pueblo elegido, el predestinado, hasta el punto de considerar a los otros como excluidos de la mesa de la salvación. Pedro debe reconocer que también los paganos son receptores del Espíritu Santo. Es un amor inteligente que, por eso mismo, se hace universal, supera barreras y particularismos.

(A propósito del amor inteligente, Benedicto XVI ha hecho oportunas reflexiones: El credo del materialismo postula que al principio era lo irracional, el azar; de manera que la razón sería un subproducto tardío de la no-razón. ¿Está lo irracional en el principio de todas las cosas; es la falta de razón el origen verdadero del mundo, o procede más bien del “logos creador”, de la razón creadora? Creer significa abrazar la segunda posición. Parece que sólo ella es “razonable” y da razón de la lógica y de la matemática escondida que encontramos tanto en el micro como en el macrocosmos. A lo mejor tenía razón Dante cuando decía que el amor, el amor inteligente,  mueve las estrellas).

Pero volvamos al tema. El apóstol Juan seguirá diciendo que “el que no ama permanece en la muerte”. Dios espera que amemos a los otros con un amor inteligente y activo. Decía Mauriac: “el día en que no ardáis de amor, muchos de vuestro entorno morirán de frío”. “Al atardecer de la vida seremos examinados de amor” decía San Juan de al Cruz. ¿Qué otra cosa podríamos esperar desde el momento en que sabemos que Dios es amor?