+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
|
9 de mayo de 2015
|
73
Visitas: 73
[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]L[/fusion_dropcap]a primavera es verde, verde y luminosa como la Pascua florida. Las palabras que escuchamos en el evangelio de este domingo, aunque pertenecen a las últimas conversaciones de Jesús con sus discípulos, seguramente a la sobremesa de la última Cena, saben a primavera y a pascua. Son un hondísimo canto al amor y a la amistad. Desvelan el secreto y el motivo último que impulsaba la vida de Jesús, y que, a su vez, había de impulsar y guiar a la comunidad que nacería de su muerte y resurrección: “Como el Padre me ha amado, así también yo os he amado. No hay amor más grande que dar la vida por aquellos a los que se ama… Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Si sois mis discípulos, permaneceréis en mi amor, como yo amo a mi Padre y permanezco en su amor”.
La iniciativa y la fuente es el abismo invisible de Dios, que “es amor”, como le define Juan en su primera carta. Este amor ha tomado rostro visible y calor de entrañas humanas en la encarnación del Hijo. Vivir, anunciar y expandir ese amor es la misión y encomienda que Jesús confía a sus seguidores.
En unos pocos renglones la palabras “amor”, amar”, “amigo” se repiten, como estribillo incansable, hasta once veces. ¡Cómo no asombrarse ante el «movimiento» que circula en estas páginas evangélicas: una especie de danza interior, de frases concéntricas que aparecen, desaparecen y vuelven, de olas que revientan como una cascada que viene de lo alto, y que vuelven a su fuente! El amor, como el bien, es expansivo, es como un río que deja de serlo si se estanca. La medida del amor es darse sin medida. Y al final de esta revelación. ¡La alegría!
¡Qué pena que la palabra “amor”, de tanto usarla, haya acabado devaluándose! Hay palabras que al decirlas bien somos bendecidos por ellas; mientras que otras, por el contrario, al decirlas mal terminan siendo malditas: desgastadas y desangradas acaban pervirtiéndonos a nosotros. Sólo recobran su belleza y fecundidad originarias cuando, pasadas por la hondura del alma, son proferidas por labios verdaderos.
Es un buen ejercicio pararse a imaginar lo que sería un mundo sin amor. Sin amor entre los esposos, sin amor entre padres e hijos, sin amor entre vecinos: todos ignorados unos de otros o, a lo más, reducidos a instrumentos de los que echamos mano en función de la propia utilidad. ¡Qué mundo más frío! Un escritor, Sastre, que llegó a imaginarlo, concluyó con la frase más pesimista jamás pronunciada: “El infierno son los otros”.
Es lo contrario de lo que proclama el santo Papa Juan Pablo II en aquella síntesis de antropología cristiana que fue su primera encíclica: “El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, sino se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente”( RH , 10).
Son muchas las parroquias que en este domingo celebran la Pascua del Enfermo. De la lección del amor recibida de Jesús aprendió la Iglesia la atención a los enfermos. “Recorría ciudades y aldeas predicando el Evangelio del Reino y curando todas las enfermedades y dolencias del pueblo”: Paralíticos, cojos, mudos, ciegos, leprosos… fueron la corte que le rodeaba. Por mucho que se quiera ignorar, la Iglesia, copiando la lección del “buen samaritano” inventó los hospitales, como inventó la preocupación por los pobres; entendió desde sus orígenes que esas debían ser sus parcelas más queridas.
Hay enfermedades que han de ser atendidas en los hospitales, donde hay profesionales -médicos, enfermeros, celadores – de una competencia admirable, capaces de hacer maravillas y, muchas veces, poniendo ternura en la tarea.
En el envío para prolongar la misión de Jesús figura el mandato de “curar enfermos”. No, no se trata de suplantar a los profesionales, pero sí de acompañar y entender el dolor de los enfermos, su tristeza, sus miedos, su soledad, hasta aprender a ahuecarles la almohada. Se trata también de abogar por una sanidad para todos cada vez más humana, menos deshumanizada, y, en un mundo donde sólo se valora lo joven, lo bello y lo sano, enseñar a admirar a los enfermos, cuya competición frente al dolor merece todas las admiraciones. Y se trata, en fin, de algo muy importante: de “dar razones para la esperanza”.
Jesús se preocupó del mal físico; es más, “asumió nuestros dolores”; y una noche hasta pasó a engrosar el número de los heridos. Unas heridas de las que ya no se repuso; pero “sus heridas nos han curado”. Se preocupó de los males del alma, por eso ofrecía la paz y el perdón; sabía que muchos de nuestros sufrimientos nacen de perturbaciones y desequilibrios internos. Vino, sobre todo, “para que los hombres tuvieran vida y vida en plenitud”.
El día del enfermo viene a recordarnos todo eso, y la importancia de cuidar la pastoral de la salud en nuestras parroquias; ello pertenece a la entraña de la misericordia. En una cultura hedonista y narcisista, los ancianos y los enfermos saben, no pocas veces, lo que es “el descarte” y el formar parte de “las periferias”, como dice el Papa Francisco.