+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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30 de abril de 2016
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]C[/fusion_dropcap]omentábamos el domingo pasado algunas de las últimas palabras de Jesús. Seguimos hoy con ese admirable discurso de despedida. Ya decíamos que en las horas que precedieron a la pasión Jesús habló largamente con los discípulos. Quería confiarles lo fundamental de su mensaje, como su testamento. Cada palabra tiene, por eso, un peso especial.
Llama la atención una frase. “Si alguno me ama… vendremos a él y haremos morada en él”. Sabemos que los grandes místicos han comentado este texto, y que los grandes maestros espirituales han visto ahí la más bella promesa de Jesús: Dios no sólo habita en el cielo, en una lejana trascendencia, sino en medio de nosotros, en nosotros.
Ya sabíamos de la presencia Dios en todo: en la flor y en la piedra, en el animal y en el hombre. Es la omnipresencia de Dios de que habla la fe cristiana. Se trata de una presencia de Dios como creador y sustentador de todo. Los ojos del creyente descubren en la creación la huella de su creador.
Pero Jesús nos dice algo más; nos habla de una presencia más intensa. San Pablo recordaba a los bautizados que eran templos de Espíritu Santo, que habitaba en ellos. Hay hombres que han vivido la experiencia de esta presencia de una manera asombrosa. Recuerdo ahora al escritor francés André Frossard, ateo radical que no solo negaba la existencia de Dos, sino que ya ni siquiera se planteaba el problema. Nos cuenta cómo Dios irrumpió bruscamente en su vida cambiándola radicalmente.
En general, la presencia de Dios discurre por caminos discretos. Escuchar la voz interior, lo que nos dice nuestra conciencia cuando está limpia de prejuicios; escuchar la Palabra de Dios y guardarla fielmente en el corazón, son maneras de experimentar su presencia en nosotros. Para el que ve, todo está lleno de la presencia de Dios. Pero parece que Jesús dice aquí algo más; habla de una presencia más personal y viva.
Una consecuencia de esa presencia suya es la paz: “La paz os dejo, mi paz os doy”. Cristo es nuestra paz. Él mismo padeció el horrible suplicio de la cruz sin responder con agresividad, sino mirando con amor infinito a quienes lo crucificaban. Y, tras su resurrección, no convocó una conferencia de prensa para anunciar su victoria. La paz que Jesús nos ofrece no es ciertamente como la que ofrece nuestro mundo.
Me contaron que en una reunión internacional de personas importantes, que trabajaban por la paz, el debate subió de tal manera que un invitado a participar se marchó porque estaba convencido que era inútil hablar de paz en el mundo cuando era tanta la agitación y la agresividad presente en el corazón de quienes la buscaban. No sé si la huida fue acertada, pero sí estoy convencido de que las guerras son en buena parte la encarnación de la violencia que cada uno lleva dentro. Las mismas estructuras generadoras de violencia son por sí inertes si no existen hombres que las activen, las sustenten y les den vida.
Jesús propone una paz que nace de corazones convertidos, visitados y ungidos por el amor, una paz que es capaz de nacer en toda situación, incluso en las más violentas; una paz basada en el convencimiento de que la manera más eficaz de acabar con el enemigo no es destruyéndolo, sino convirtiéndolo en amigo.
Pascua del Enfermo
Quiero recordar que en este domingo muchas parroquias celebran la Pascua del Enfermo: Enfermedades físicas, psíquicas o psicosomáticas. Recordamos y oramos por tantas personas que son copia del “Varón de dolores, que cargó con nuestras enfermedades”.
Curar la enfermedad es la tarea de los profesionales de la salud. Ver la presencia de Cristo en el enfermo, acompañar su soledad, hacer todo lo posible y algo de lo imposible para dar sentido al “sinsentido” del dolor, es tarea de los agentes de la pastoral de la salud, que, al igual que los profesionales sanitarios, merecen nuestro reconocimiento y gratitud.
Sería ingenuidad pensar que todo funciona bien a nivel institucional, eclesial o individual. Reconociendo los logros alcanzados en el campo de la sanidad, bueno será no olvidar las desesperantes esperas, que nos recuerdan al paralítico de la piscina del Evangelio, el riesgo de un trato despersonalizado… la soledad de tantos enfermos.