+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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20 de mayo de 2017

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]E[/fusion_dropcap]n muchos lugares se celebra en este domingo la “Pascua del enfermo”. Es una buena ocasión para intentar que lleguen la alegría y la esperanza pascual a quienes por enfermedad no pueden acceder a nuestras celebraciones. La esperanza es el más eficaz de los cuidados paliativos para muchos enfermos.

La Iglesia, fiel a la enseñanza de Jesús, que “recorría ciudades y aldeas enseñando, predicando y curando las enfermedades y dolencias del pueblo”, no sólo inventó los hospitales y las residencias de ancianos, sino que consideró siempre, como una de sus parcelas más queridas, la atención a los enfermos. 

Toda persona con sensibilidad está llamada a “curar”: ello significa desde estar atentos al dolor, al miedo o a la soledad del enfermo, hasta aprender a ahuecarle la almohada; desde promover la mejor profesionalidad y dedicación, hasta poner una inyección con ternura; desde evitar la masificación, hasta ayudar a morir con paz y, si es posible, poniendo al enfermo en las manos de Dios con confianza filial.

Los concursos de mises o las bellezas despampanantes de la televisión nos presentan un mundo a la medida de nuestros deseos. Pero sería injusto e inhumano olvidar el otro mundo: el de la enfermedad y ancianidad, el del deterioro físico y psíquico, el de la impotencia.

La enfermedad desfigura el cuerpo, lo incapacita, pero no degrada la grandeza y dignidad del hombre. En el enfermo se nos revela de modo singular el Dios que al encarnarse vivió también la soledad, la agonía y la impotencia ante la muerte. En la agonía de Cristo, Dios estaba asumiendo la debilidad y el sufrimiento de todos los hombres.

Vivir cerca del enfermo, de su cama o de su silla de ruedas es estar como María al pie de la cruz. Ella no desertó ante el horror del sufrimiento, ni dudó de la grandeza de su Hijo; acompañándole con amor y ternura infinita se hacía solidaria del dolor redentor que salva al mundo.

Los cuerpos debilitados y dolientes son también templos de Dios y un día serán cuerpos gloriosos. Con ellos llevarán para siempre las huellas de nuestros cariños y atenciones.

La enfermedad incurable y larga, sobre todo cuando es vivida en soledad, fácilmente hunde al enfermo en la desesperanza. El enfermo, por el contrario, se siente dignificado con nuestro cariño y nuestras atenciones. Su autoestima y su paz interior dependen en gran parte de la experiencia de sentirse querido. 

Es verdad que el acompañamiento de un enfermo incurable desestabiliza nuestros planes, trastorna nuestra vida, agota, crea tensión. Pero ¿por qué no verlo como una llamada a dar lo mejor de nosotros mismos, como una oportunidad para poner aquellos gestos que hacen al mundo más humano, los que más enriquecen y dignifican a la humanidad? En la medida en que morimos un poco para que otros vivan, nosotros mismos renacemos a una vida nueva de amor y de esperanza. Es el dinamismo del misterio pascual.

Acompañar a un enfermo es entrar en una escuela de piedad y compasión, de realismo y de maduración humana y cristiana. Ellos nos enseñan a relativizar muchas cosas, a trabajar sin esperar recompensa. Vivir la enfermedad de algún familiar o la fase terminal de un anciano desde estas actitudes, testimoniándolas ente los hijos y haciéndoles participes de ellas es, incluso humanamente, una de nuestras mejores inversiones. Todos, en uno u otro momento, caeremos enfermos o llegaremos a la enfermedad incurable de la ancianidad. Generalmente, lo que se siembra es lo que se recoge.

Corresponde a la sociedad y a sus instituciones proporcionar el mejor sistema de cuidados para humanizar la enfermedad, promover ayudas a las familias afectadas, dedicar medios a la investigación. Pero, a la vez, es necesario invertir en la creación de valores que humanizan. El índice de humanidad y la calidad evangélica de una sociedad se manifiestan, en buena parte, en la manera de tratar a sus miembros más desvalidos.

A la vez que manifiesto mi admiración por quienes, en los hospitales o en casa, dedican su vida a cuidar a los enfermos, invito, una vez más, a nuestras parroquias y a los grupos de la pastoral de la salud a renovar e intensificar la atención pastoral a los que sufren, sin olvidar el admirable mensaje que hoy encontramos en la carta de San Pedro: “Estad prontos para dar razón de vuestra esperanza”.