Julián Ros Córcoles
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20 de abril de 2025
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La felicitación pascual que hoy nos intercambiamos es, en realidad, la misma con la que los primeros cristianos expresaban —y al mismo tiempo difundían por el mundo— la alegría que brota del Evangelio. Se abre para nosotros la Cincuentena Pascual, tiempo en el que la gracia del Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía se desborda en nuestras comunidades como fruto de la Resurrección de Jesús.
Este tiempo adquiere para nuestra Diócesis un significado aún más especial, pues coincide con la ordenación episcopal y el inicio del ministerio como Obispo de Albacete de Mons. Ángel Román Idígoras. El próximo 3 de mayo, a las 11:00 horas, en nuestra Catedral, seremos testigos de la efusión del Espíritu Santo que lo constituirá como sucesor de los apóstoles entre nosotros y, por tanto, como una presencia viva de Cristo mismo: “Los obispos, de manera eminente y visible, hacen las veces del mismo Cristo, Maestro, Pastor y Sacerdote, y actúan en su nombre (in eius persona agant)” (Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, 21).
La certeza de la presencia real de Cristo resucitado entre nosotros es una consecuencia gozosa de la Pascua. Vivimos con la convicción de que Él cumple su promesa: “Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos”. Esta certeza ilumina de manera particular nuestro presente y transforma nuestra forma de vivir, abandonándonos con confianza en su cercanía. Así, como en la noche agitada de la tormenta en la barca, desaparece el miedo, porque “aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo” (Salmo 22). Y crece en nosotros la confianza en que no hay problema o dificultad que no se pueda superar, pues “si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?” (Rom 8,31).
Y, por supuesto, también ilumina nuestro futuro. Sabemos lo que esperamos y, sobre todo, a Quién esperamos, incluso más allá de la frontera de la muerte. Nuestra esperanza tiene un fundamento firme y razonable en la Resurrección del Señor, que nos ha prometido volver: “Sí, existe la resurrección de la carne. Existe una justicia. Existe la ‘revocación’ del sufrimiento pasado, la reparación que restablece el derecho. Por eso, la fe en el Juicio Final es, ante todo, esperanza. Una esperanza cuya necesidad se ha hecho aún más evidente a la luz de las convulsiones de los últimos siglos. Estoy convencido de que la cuestión de la justicia es el argumento esencial —o, en todo caso, el más fuerte— a favor de la fe en la vida eterna. La necesidad individual de una satisfacción plena, negada en esta vida, de la inmortalidad del amor que esperamos, es un motivo importante. Pero sólo cuando se une al reconocimiento de que la injusticia de la historia no puede ser la última palabra, se vuelve plenamente convincente la necesidad del retorno de Cristo y de una vida nueva” (Spe salvi, n. 43).
También nuestro pasado se ve transformado por la luz de Cristo Resucitado. El perdón de los pecados y la entrañable misericordia de Jesús forman parte esencial del Evangelio pascual: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos” (Jn 20,22-23). No estamos condenados a nuestro pasado: siempre es posible una vida nueva. A través del perdón, recuperamos la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Aquel que ha vencido al pecado y a la muerte nos hace partícipes de su victoria: “¿Dónde está, muerte, tu victoria?”. Y así, “olvidándome de lo que queda atrás y lanzándome hacia lo que está por delante, corro hacia la meta, hacia el premio al cual me llama Dios desde lo alto en Cristo Jesús” (Flp 3,13-14).
La vivencia, el anuncio y la experiencia de esta vida nueva constituyen el corazón de nuestra misión como Iglesia diocesana. Agradecidos por estos 75 años de historia, confiados en la presencia de Cristo entre nosotros, y guiados por el Espíritu Santo que conduce a su Iglesia, resuena entre nosotros con fuerza el mandato misionero: “Id y haced discípulos de todos los pueblos”.
María, que acompaña la vida de la Iglesia, nos alienta en este momento de nuestra historia. Que Ella —que desde la creación de nuestra Diócesis ejerce su patronazgo con el dulce y cercano título de Nuestra Señora de los Llanos— haga crecer en nosotros la esperanza y la eficacia del amor que nace de la fe en su Hijo resucitado.