Pedro J. García Cortijo

|

3 de agosto de 2025

|

3

Visitas: 3

Comenzamos este mes de agosto, donde muchos de vosotros os encontraréis disfrutando de un merecido descanso o en periodo vacacional. Aunque no por ello la Palabra de Dios deja de llamarnos e invitarnos, para que nuestro corazón y nuestro ser no descuiden que siempre debemos estar vigilantes ante una seducción de este mundo, que con frecuencia nos confunde y nos desorienta.

Las lecturas de este domingo XVIII del Tiempo Ordinario nos invitan a hacer una profunda reflexión sobre la vanidad de las cosas y el verdadero sentido de nuestra vida. Y no solo la vanidad de los bienes materiales, sino también nos invita a reflexionar sobre los bienes de nuestro corazón. ¿A quién le he entregado mi corazón? ¿De quién depende mi felicidad?

En la primera lectura, del libro del Eclesiastés, Cohelet nos subraya la infinidad de la vanidad y nos alerta de que podemos estar desperdiciando nuestra vida y entregándosela al mundo, persiguiendo algo que jamás nos dará la paz o la felicidad. Como un animal que persigue un señuelo que nunca alcanzará, o que lo llevará a su muerte.

El salmo nos recuerda que somos polvo y nada, que solo Dios ha sido siempre nuestro refugio, que solo Él da sentido a nuestra vida y obra con misericordia y gracia, para que alcancemos un corazón sensato, capaz de descubrir lo que Él desea para nosotros.

La segunda lectura da amplitud al conocimiento de las anteriores, animándonos a descubrir lo que Dios ha preparado para nosotros: ese cielo donde deseamos estar, pero que tantas veces perdemos de vista y nos salimos del camino. La salvación eterna nos espera. Un mundo donde ya no hay ni llanto, ni luto, ni dolor… Aspirad a las cosas celestiales, nos alienta el apóstol Pablo, no a las de la tierra, que son polvo y nada.

¡Cuántas relaciones rotas entre hermanos, hijos, amigos… por los bienes de la perdición!

¡Cuántos momentos de tristeza que nos han llevado a preguntarnos: “¿Cómo hemos llegado a esta situación?”! Y, echando la vista atrás, la nostalgia y los recuerdos nos hacen anhelar una felicidad que no supimos valorar.

Para terminar, el evangelio de Lucas sintetiza y concreta el mensaje y enseñanza de las lecturas anteriores, presentándonos la parábola de un hombre que acumuló grandes bienes para vivir cómodamente el resto de su vida, pero esa noche le sorprendió la muerte y sus bienes quedaron a merced de otros que se aprovecharon de ellos.

Queridos hermanos: ¿A quién le hemos entregado la felicidad de nuestro corazón? ¿De quién depende nuestra paz? ¿Por qué y con qué fin estoy viviendo? ¿Hacia dónde nos llevará la envidia, la avaricia, la ambición, el tener, el ser, el poseer?

¡Qué tristeza de corazón cuando nos ha sido preparado un banquete celestial y nos alimentamos de sombras y polvo!

Vanidad de vanidades, queridos hermanos, porque todo en este mundo se convierte en vanidad cuando no tiene el perfume de Dios, el sentido de Dios, el proyecto de Dios…