Antonio Carrascosa Mendieta

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18 de enero de 2014

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El principio capital, sin duda, de esta doctrina afirma que el hombre es necesariamente fundamento, causa y fin de todas las instituciones sociales. (Juan XXIII, Mater et magistra, 219)

 En una reciente alocución el papa Francisco contaba una vieja historia babilónica. En ella se nos decía lo valioso que eran los ladrillos necesarios para la construcción de las famosas torres zigurat. Se necesitaba mucho tiempo y esmero para lograr cada uno de estos ladrillos. De tal modo que cuando un ladrillo caía al suelo desde lo alto y se rompía era todo un drama. Sin embargo, si un hombre caía y moría no pasaba nada. Esto es, concluía el papa, lo que ocurre en la economía actual, que hemos olvidado aquello que señaló Juan XXIII en el texto citado: el hombre es el centro y fin de la sociedad.

Lo importante para el cristiano no son las grandes cifras, los mercados, los índices bursátiles o cualquier estructura, sino el hombre concreto que sufre detrás de todo ello. Ni los ideales más sublimes, ni los objetivos más acertados, ni los logros o avances más espectaculares serán aceptables si para llegar a ellos sacrificamos a hijos e hijas de Dios por el camino. Los grandes discursos económicos son muy sabios para ocultar el rostro de los seres humanos y engañarnos a base de cifras o de sacrificios necesarios, olvidando que la economía no es una fría máquina, sino un producto humano para servir a los seres humanos.

Decididamente, los cristianos tenemos que gritar cada día que ningún ladrillo (mercado, bolsa, cifra, objetivo económico, acuerdo, etc.) será nunca más importante que un ser humano. No lo es para Dios y no puede serlo para nosotros.