+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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3 de febrero de 2018
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]L[/fusion_dropcap]a primera lectura de la misa de este domingo nos presenta un cuadro que estremece. La vida de Job, hasta ayer luminosa y feliz, se consume ahora en el dolor y la oscuridad. ¿Quién de nosotros, ante la enfermedad incurable, el fracaso, la injusticia, el deterioro de la vejez o braceando contra la depresión no ha experimentado los mismos sentimientos de Job? ¿Quién no se ha sentido conmovido hasta los cimientos ante el cúmulo de desgracias, penas y dolores que hay en nuestro mundo? La queja de Job es la queja ante Dios de una humanidad herida.
Dios, que parece guardar silencio, ha escuchado el lamento de la humanidad que sufre, y ha respondido no con teorías o consejos de autoayuda, sino enviándonos a su Hijo Jesucristo, que vivió desviviéndose para darnos vida. No vino para acabar de un plumazo con todos nuestros males, sino para com-padecer, cargando con ellos. Vino, y sigue viniendo, para sanar nuestros corazones y ponerlos en marcha. Los milagros y curaciones que realizó eran como señales de que Dios no nos ha abandonado, que en su Reino es de vida y salvación, que al final todo mal será aniquilado.
La página del evangelio de Marcos, que también escucharemos, parece una hoja arrancada de la agenda de Jesús, la síntesis de una de sus jornadas, bien apretadas por cierto: Estuvo en la sinagoga; fue después a la casa de Pedro, a cuya suegra le curó la fiebre; al atardecer le llevaron todos los enfermos y poseídos. Dice el Evangelio que “no les quedaba tiempo ni para comer”. De madrugada, mientras sus discípulos seguían durmiendo sobre los jergones de paja, se marchó al descampado para hacer oración. Y, al saber que la gente le buscaba, se encaminó a las aldeas cercanas, para predicar también allí.
Asombra la “cantidad” de las tareas, pero conmueve aún más la “calidad” de las mismas, esa sobredosis de amor que ponía en todo. No le vemos nervioso ni desasosegado. Es como si todas sus acciones las empapara en una esencia intangible, pero real, de ternura, de dedicación personalizada, de delicadeza.
Algo de esto necesitaríamos quienes nos movemos en este mundo de las prisas. Tenemos tantas cosas que hacer, vivimos tan absorbidos por lo urgente que nos olvidamos de lo que es realmente importante
Hoy los avances de la ciencia permiten curar muchas enfermedades y solucionar muchos problemas. Pero hemos hecho un mundo tan pragmático, tan utilitarista, tan absorbido por la satisfacción inmediata que hasta en las relaciones familiares se palpan, a veces, los frutos de la superficialidad y la prisa. Insensiblemente vamos reduciendo al otro a un eslabón de esta maquinaria que convierte en producto de consumo todo lo que toca.
¿Se puede valorar, en un mundo así, el trabajar sin esperar recompensa? ¿Se puede contabilizar la entrega de una madre, la dedicación a un enfermo incurable, la escucha sosegada a un anciano? ¿Cómo se puede valorar la mano de obra de los que, a ejemplo de Jesús, pierden sueño, tiempo o dinero para ofrecer sentido y ternura, o para hacer arte, poesía, cultura o labores de voluntariado? El mundo, además de técnicos, operarios, ingenieros o médicos, necesita de poetas, aristas, filósofos y místicos. Éstos, seguramente, ofrecen al mundo más pistas de sentido que todos los tecnócratas juntos.
Ya en otras ocasiones me he referido a aquella vieja película titulada “El Club de los poetas muertos”: Aquel profesor de literatura, que, frente a un sistema educativo apto para crear seres de cartón-piedra, como clonados, jugó la baza de sembrar poesía, inconformismo, lucha contra la rutina, cultivo de la gratuidad, de la utopía.
La segunda lectura del este domingo va por el mismo camino. San Pablo, analizando sus afanes apostólicos, se pregunta: – “¿Y cuál es mi paga?”. Y, con la nobleza acostumbrada, se contesta a sí mismo: “Precisamente el dar a conocer el Evangelio, anunciándolo de balde, ésa es mi paga”.
Necesitamos que Jesús nos cure de las prisas, de nuestras fiebres posesivas, que cure a los jóvenes de las fiebres del sábado noche, de la búsqueda del placer o el interés a costa de lo que sea. Y que comencemos de nuevo a percibir que no estamos solos, que hay otros problemas además de los nuestros. Y que se nos vaya encendiendo la sensibilidad para sentir compasión, y la generosidad para ir en busca del que nos necesita.
“Se le pasó la fiebre y se puso a servirles”, dice de la suegra de Pedro el Evangelio. El encuentro con Jesús hace que, desde ese momento, nuestros problemas se vayan quedando pequeños, puede que no desaparezcan, pero será ya otra cosa.