+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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7 de febrero de 2009

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]J[/fusion_dropcap]esús no tuvo teléfono móvil y, que sepamos, tampoco utilizó agenda; pero, a juzgar por lo que nos cuenta Marcos, ésta hubiera estado al completo. El evangelista nos ofrece, en síntesis, una jornada típica de Jesús: Estuvo en la sinagoga; fue después a la casa de Pedro, a cuya suegra le curó la fiebre; al atardecer le llevaron todos los enfermos y poseídos para que los curara. Dice el Evangelio que “no les quedaba tiempo ni para comer”. De madrugada, mientras sus discípulos seguían durmiendo sobre los jergones de paja, se marchó al descampado para orar con calma antes de iniciar la jornada. Y, al saber que la gente le busca, invita a sus discípulos a ponerse en camino a las aldeas cercanas, para predicar también allí.

Y, sin embargo, no vemos a un Jesús nervioso y desasosegado. La cantidad no restaba calidad a sus actividades y encuentros con la gente, en los que ponía siempre, si nos atenemos a los que nos cuentan los evangelistas, aquel toque de amor que le rezumaba por los cuatro costados. Dice un comentarista que era “como si todas sus acciones fueran empapadas en una esencia intangible, pero real, de dedicación personalizada y de delicadeza”.

Algo de esto necesitaríamos quienes nos movemos en este mundo de las prisas, siempre con lengua afuera y siempre llegando tarde a los sitios. Tenemos tantas cosas que hacer, vivimos tan absorbidos por lo urgente que nos olvidamos de lo que es realmente importante. Hasta en las relaciones familiares se palpan los frutos de la superficialidad y la prisa. No es, por eso, extraño que veamos con cuanta frecuencia se enfría el amor, que se haya hecho tan corriente aquello de “es que ya no teníamos nada en común, no sentíamos nada el uno por el otro”. Insensiblemente -“sensim sine sensu” decían clásicos latinos- vamos reduciendo al otro y a los otros a un objeto de usar y tirar, un eslabón de esta maquinaria que convierte en producto de consumo todo lo que toca. Y así, casi instintivamente, entramos en las reglas de un juego que valora al otro poco más que si se tratara de un objeto utilitario, o en términos de rentabilidad material. Así se genera un profundo vacío en el alma, como si nos hubiera invadido un cierzo capaz de congelar lo que hay de más humano, gratuito y realmente valioso en la convivencia humana.

¿Cómo se valora, en un mundo así, el trabajar sin esperar recompensa? ¿Se puede contabilizar la entrega de una madre, la dedicación a un enfermo incurable, la escucha sosegada aun anciano? ¿Cómo se puede valorar la mano de obra de los que, a ejemplo de Jesús, pierden sueño, tiempo o dinero para ofrecer sentido y ternura, o para hacer arte, poesía, cultura o labores de voluntariado? Y, sin embargo, el mundo, además de técnicos, operarios, ingenieros o médicos, necesita también de poetas, aristas, filósofos y místicos. Éstos, seguramente, ofrecen al mundo más pistas de sentido que todos los tecnócratas juntos.

El comentarista recodaba la película titulada “El Club de los poetas muertos”. Aquel profesor de literatura que, frente a un sistema educativo, apto para crear seres de cartón-piedra, como clonados, jugó la baza de sembrar poesía, inconformismo, lucha contra la rutina, cultivo de la gratuidad, de la utopía.

La segunda lectura del este domingo va por el mismo camino. San Pablo, analizando sus afanes apostólicos, se pregunta: ¿Y cuál es mi paga? Y, con la nobleza acostumbrada, se contesta a sí mismo: “Precisamente dar a conocer el Evangelio, anunciándolo de balde, ésa es mi paga”.

Necesitamos que Jesús nos cure a unos, de la fiebre posesiva; a otros, de la fiebre del sábado noche; a todos, que nos abra los ojos para valorar en profundidad a las personas. Seguramente empezaríamos a percibir que no estamos solos, que hay otros problemas además de los nuestros, que, como dice la canción, las cosas son importantes, pero la gente lo es más.

“Se le pasó la fiebre y se puso a servirles”, dice el evangelio de la suegra de Pedro. El encuentro con Jesús hace que, desde ese momento, nuestros problemas se vayan quedando pequeños, puede que no desaparezcan, pero será ya otra cosa. Nace una urgencia nueva: ayudar a otros a que se les enciendan las bombillas de la compasión, de la atención, de la comprensión, de la misión.