+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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6 de febrero de 2010

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]J[/fusion_dropcap]esús había estado predicando desde la barca de Simón Pedro, mecido por el cabeceo con que las olas sacudían la barca, varada a la orilla del lago. Él se había criado en Nazaret, tierra dentro, y probablemente sabía poco del mar y de la pesca. Era lo que debieron de pensar Simón Pedro y su hermano Andrés, y también Juan y Santiago, los hijos de Zebedeo, cuando Jesús, después de haber pasado ellos una noche de pesca sin lograr nada, les manda remar mar adentro y echar las redes.

Me imagino la escena. ¿Les iba dar Jesús lecciones a ellos, que eran pescadores profesionales, a los que les habían salido los dientes entre barcas y redes; que habían aprendido de sus padres que la hora del alba no es la más apta para que entren los peces?

Le dijo Simón. “Maestro, nos hemos pasado la noche entera de pesca y no hemos cogido nada; pero, fiado en tu Palabra, echaré las redes”.

Nos sigue diciendo el texto evangélico que “hicieron una redada de peces tan grande que la barca se hundía, tuvieron que llamar a los compañeros de la otra barca para que les ayudaran”.

“¡Mar adentro!”. Es la palabra de Jesús a Pedro, que el Papa Juan Pablo II hizo suya para titular la Carta que nos dirigió a todos los fieles al comienzo de este nuevo milenio. Una llamada que a muchos nos sorprendió. Nada de brazos caídos, de “aquí no se puede hacer nada”. Era una palabra no resignada, sino de coraje y esperanza. El sucesor de Pedro, un anciano que ya casi no podía con su cuerpo, nos invitaba nuevamente, confiado en la Palabra Jesús, a remar mar adentro.

También me imagino la barca de Pedro, seguramente vieja, con tablas claveteadas en todos los sentidos para remediar las averías con que el paso del tiempo y las olas la habían ido dañando. Y pienso en la barca de la Iglesia, con tantas arrugas y manchas, con la pesadez que la historia ha ido dejando en sus arterias, tan humana y tan divina la vez, avanzando “entre las persecuciones del mundo y los conuelos de Dios”, como dijo el Concilio Vaticano II: Una misión que supera las fuerzas humanas, que pide cosas que son aparentemente poco razonables y políticamente incorrectas…

La escena del evangelio nos puede ayudar en diversas circunstancias por las que pasamos.¿Quién no ha conocido momentos en que parece que todo sale mal; que los mejores empeños han sido como machacar en hierro frío; que todo es oscuro como noche cerrada en que no se ven salidas por ninguna parte? Conozco parroquias que están pasando por esta clase de experiencia. A pesar de los esfuerzos, todo nuevo intento parece condenado al fracaso. Es entonces cuando uno se siente confortado al escuchar la palabra de Jesús que nos dice a nosotros hoy: “Inténtalo una vez más, ten confianza en mí, yo estoy a tu lado en la barca”.

¡Pobre Pedro, tan seguro de sí mismo, de sus conocimientos del mar y de la pesca! Pero su reacción, al ver la redada de peces, es admirable: “Señor, aléjate de mí, que soy un hombre pecador”. El asombro se había apoderado de el al comprender que la fuerza de Dios estaba presente en Jesús. Más tarde, al canto del gallo en la madrugada del Jueves Santo, descubrirá todavía más profundamente su fragilidad y su condición de hombre pecador. El encuentro con Jesús ha puesto al descubierto su pequeñez y su debilidad. Pero así, haciéndose conciente de su insignificancia, es como Jesús le prepara para ser jefe de la Iglesia.

La pesca milagrosa, que el evangelista Juan sitúa después de la resurrección, termina con la triple evocación de las negaciones de Pedro y con la confianza de Jesús, tres veces renovada, confiándole el pastoreo de sus ovejas y de sus corderos. Aquí, anunciándole que será pescador de hombres.

“Ellos llevaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, le siguieron”. Ya vemos, con Jesús es posible que, más allá de nuestros cansancios, de nuestras decepciones y fracasos, renazca la esperanza e incluso un seguimiento nuevo. Cuando se sabe que el Señor camina con nosotros, pase lo que pase, no se puede tirar la toalla.