+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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5 de febrero de 2011

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]E[/fusion_dropcap]l domingo pasado escuchábamos el sermón de las Bienaventuranzas. Hoy vemos que es a los hombres que viven según las bienaventuranzas -los pobres en el espíritu, los misericordiosos, los limpios de corazón, los constructores de paz, los perseguidos por causa de la justicia – a los que Jesús dice en el evangelio : “Vosotros sois la sal de la tierra”.

La imagen de la sal es muy expresiva, susceptible de diversos sentidos complementarios. En todas las culturas ha tenido un valor fundamental. Ha dado nombre al salario y al salero, en sentido de gracia. Se ha utilizado como fertilizante en la agricultura o como conservante de los alimentos. Pero la función más corriente de la sal es la de dar gusto y sabor.

Jesús viene a decir que para eso sirven la fe y el seguimiento de las bienaventuranzas, para dar sabor y gusto a la vida, para llenar de sentido las realidades ordinarias, amenazadas siempre de volverse insípidas.

Hay quienes, rechazando la trascendencia, que proclaman el sinsentido o un sentido a ras de tierra. Con Jesús y en comunión con él todo puede tener sentido, no sólo la monotonía de la vida diaria, sino también el sufrimiento, la persecución y hasta la muerte.

Pero Jesús advierte que la sal puede desnaturalizarse. ¿Para qué sirve una sal que se ha vuelto insípida? Un cristiano que ha perdido el sentido de Dios ¿qué originalidad puede ofrecer al mundo?

Dice un colega mío que quien vive entre fumadores acaba oliendo a tabaco. Y es verdad. El ambiente, el contexto cultural, la forma generalizada de pensar y comportarse ha llevado a muchos a olvidar la sabiduría del evangelio para acomodarse a la moda del momento. Pero así no se es sal.

No somos superiores a nadie, conocemos nuestros límites y nuestros pecados. Pero lo que aportamos al mundo no es el orgullo de nuestras virtudes, ni de nuestra superioridad, sino lo que el Señor hace en nosotros.

Vosotros sois la luz del mundo”, dice también Jesús. Y nos viene bien el aviso, pues sin darnos cuenta podemos acabar confundiendo los destellos epilépticos de las luces de neón con la luz que ilumina y orienta la existencia. Cada vez son más los que andan buscando en los horóscopos, en las cartas del tarot o en la esfera de vidrio de los adivinos la dirección que ha de tomar su existencia.

Nuestra humanidad, nuestro ser simplemente hombres y mujeres es ya un faro en la niebla, porque estamos hechos a imagen y semejanza de Dios. Esto es todavía más verdad si nuestra humanidad está iluminada por la fe y condimentada con la nueva vida, con la inmersión en la vida de Cristo que nos confiere el bautismo. 

Sin luz no hay colores. Más, sabemos que sin luz no hay vida posible. Hasta los chiquillos del colegio saben que el sol es la fuente única e indispensable de energía de nuestro planeta. Es además una de las más bellas imágenes de Dios: “El Señor es mi luz y mi salvación” rezamos en los salmos. “Yo soy la luz del mundo, el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” escuchamos de boca de Jesús.

Si somos cristianos no podemos escondernos. El Señor ha puesto en nuestro corazón un sabor de vida nueva y una luz, la de la fe, no para ocultarla sino para hacerla ver. No se trata de convertirse en espectáculo. No es cuestión de ostentación, de impaciencia o de desprecio, menos de buscar la polémica o el enfrentamiento con quien piensa distinto. Se trata simplemente de ser, como cristianos, un hecho público, visible, ante el cual los demás puedan confrontarse y los que buscan sentido a la vida puedan iluminarse. Se trata simplemente de mezclarse con los demás para dar sabor a lo insípido, para ser luz en la oscuridad.