+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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4 de febrero de 2012
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]L[/fusion_dropcap]as lecturas de la misa de este domingo se abren con un cuadro que estremece: el testimonio de un hombre que sufre lo indecible. Su existencia, hasta ayer luminosa, se ha vuelto tan oscura que se consume sin esperanza. En las reflexiones de Job encontramos la acuciante pregunta por el sentido del dolor. ¿Quién de nosotros ante la enfermedad incurable, el fracaso, la injusticia, el deterioro de la vejez o braceando contra la depresión no ha experimentado los mismos sentimientos de Job?, ¿quién no ha visto flaquear su esperanza?, ¿quién no se ha sentido conmovido hasta los cimientos ante el cúmulo de desgracias, penas y dolores que hay en nuestro mundo, y ante los que no podemos cerrar los ojos? La queja de Job es la queja ante Dios de una humanidad herida.
Dios, que parece guardar silencio, escucha el lamento de la humanidad que sufre, y ha respondido no con teorías o consejos de autoayuda, sino enviándonos a su Hijo Jesucristo, que vivió desviviéndose para darnos vida. No vino para acabar de un plumazo con todos nuestros males, sino para compadecer cargando con ellos. Viene para poner en marcha nuestros corazones, que es lo fundamental. Los milagros y curaciones que realiza son como señales de que Dios no nos ha abandonado, que en su Reino es de vida y salvación, que al final todo mal será aniquilado.
La página del evangelio de Marcos que escucharemos en la misa de hoy parece una hoja arrancada de la agenda de Jesús, la síntesis de una jornada suya, bien apretada por cierto: Estuvo en la sinagoga. Fue después a la casa de Pedro, a cuya suegra le curó la fiebre. Al atardecer le llevaron todos los enfermos y poseídos. Dice el Evangelio que “no les quedaba tiempo ni para comer”. De madrugada, mientras sus discípulos seguían durmiendo sobre los jergones de paja, se marchó al descampado para poder orar. Y, al saber que la gente le busca, invita a sus discípulos a ponerse en camino a las aldeas cercanas, para predicar también allí.
Asombra la “cantidad” de las tareas, pero conmueve aún más la “calidad” de las mismas, esa sobredosis de amor que ponía en todo. No le vemos nervioso no desasosegado. Cuando san Lucas quiso resumir su labor, escribió: “Pasó haciendo el bien”. Es como si todas sus acciones las empapara en una esencia intangible, pero real, de ternura, de dedicación personalizada, de delicadeza.
Algo de esto necesitaríamos quienes nos movemos en este mundo de las prisas. Tenemos tantas cosas que hacer, vivimos tan absorbidos por lo urgente que nos olvidamos de lo que es realmente importante
Hoy los avances de la ciencia permiten curar muchas enfermedades y solucionar muchos problemas. Pero hemos hecho un mundo tan pragmático, tan utilitarista, tan absorbido por la satisfacción inmediata que fácilmente olvidamos la dignidad humana, su auténtica grandeza. Hasta en las relaciones familiares se palpan los frutos de la superficialidad y la prisa. Insensiblemente vamos reduciendo al otro a un objeto de usar y tirar, un eslabón de esta maquinaria que convierte en producto de consumo todo lo que toca. Y así, casi instintivamente, entramos en las reglas de un juego que valora al otro poco más que si se tratara de un objeto utilitario, o en términos de rentabilidad material.
¿Se puede valorar, en un mundo así, el trabajar sin esperar recompensa? ¿Se puede contabilizar la entrega de una madre, la dedicación a un enfermo incurable, la escucha sosegada aun anciano? ¿Cómo se puede valorar la mano de obra de los que, a ejemplo de Jesús, pierden sueño, tiempo o dinero para ofrecer sentido y ternura, o para hacer arte, poesía, cultura o labores de voluntariado? Y, sin embargo, el mundo, además de técnicos, operarios, ingenieros o médicos, necesita también de poetas, artistas, filósofos y místicos. Éstos, seguramente, ofrecen al mundo más pistas de sentido que todos los tecnócratas juntos.
Ya en otras ocasiones me he referido a aquella vieja película titulada “El Club de los poetas muertos”: Aquel profesor de literatura que, frente a un sistema educativo, apto para crear seres de cartón-piedra, como clonados, jugó la baza de sembrar poesía, inconformismo, lucha contra la rutina, cultivo de la gratuidad, de la utopía.
La segunda lectura del este domingo va por el mismo camino. San Pablo, analizando sus afanes apostólicos, se pregunta: ¿Y cuál es mi paga? Y, con la nobleza acostumbrada, se contesta a sí mismo: “Precisamente el dar a conocer el Evangelio, anunciándolo de balde, ésa es mi paga”.
Necesitamos que Jesús nos cure de nuestras fiebres posesivas y de nuestras fiebres del sábado noche, de la búsqueda del placer o el interés a costa de lo que sea. Y que comencemos de nuevo a percibir que no estamos solos, que hay otros problemas además de los nuestros. Y que se nos vaya encendiendo la sensibilidad para sentir compasión, y la generosidad para ir en busca del que nos necesita.
“Se le pasó la fiebre y se puso a servirles”, dice el evangelio de la suegra de Pedro. El encuentro con Jesús hace que, desde ese momento, nuestros problemas se vayan quedando pequeños, puede que no desaparezcan, pero será ya otra cosa. Hay como una urgencia nueva: ayudar a otros a que descubran que Dios los ama, y se pongan también en pie, y acaben también incorporándose “al club de los poetas ¡vivos!”.