+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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4 de febrero de 2017

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]J[/fusion_dropcap]esús usaba un lenguaje ligado a lo concreto y, por eso, con una gracia especial para introducir a los oyentes, sin esfuerzo, en una experiencia interior. El sermón de la montaña, que la liturgia nos va desgranando en estas semanas, está sembrado de fragmentos con símbolos conexos a la existencia humana. Hoy nos habla de la sal y de la luz.

A quienes viven según las bienaventuranzas -los pobres en el espíritu, los misericordiosos, los limpios de corazón, los constructores de paz, los perseguidos por causa de la justicia – les  dice Jesús: “Vosotros sois la sal de la tierra, vosotros sois la luz del mundo”. El cristiano no tiene un anuncio más bellamente provocativo que el testimonio limpio de la sencillez, la trasparencia, la paz, la justicia. Por eso, cuando el cristiano vive con coherencia su fe, es como un rayo de Cristo resucitado, un terrón de sal dispuesto para dar buen sabor a este mundo.

La imagen de la sal es muy expresiva, susceptible de diversos sentidos. En todas las culturas ha tenido un valor fundamental. Ha dado nombre al salario y al salero, éste en el sentido de gracia. Se ha utilizado como fertilizante en la agricultura o como conservante de los alimentos. Pero la función más corriente de la sal es la de dar gusto y sabor.

Jesús viene a decir que para eso sirven la fe y el seguimiento de las bienaventuranzas, para dar sabor y gusto a la vida, para llenar de sentido las realidades ordinarias, amenazadas siempre de volverse insípidas y opacas.

Hay quienes, rechazando la trascendencia, proclaman el sinsentido o un sentido a ras de tierra. Con Jesús, y en comunión con él, todo puede tener sentido, no sólo la monotonía de la vida diaria, sino también el sufrimiento, la persecución y hasta la muerte.

Pero Jesús advierte que la sal puede desnaturalizarse. ¿Para qué sirve una sal que se ha vuelto insípida? Un cristiano que ha perdido el sentido de Dios ¿qué originalidad puede ofrecer al mundo?

Dice un colega mío que quien vive entre fumadores acaba oliendo a tabaco. Y es verdad. El ambiente, el contexto cultural, la forma generalizada de pensar y comportarse han llevado a muchos a olvidar la sabiduría del evangelio para acomodarse a la moda del momento. Pero así no se es sal. 

No somos superiores a nadie, conocemos nuestros límites y nuestros pecados. Lo que aportamos al mundo no es el orgullo de nuestras virtudes, ni nuestra superioridad, sino lo que el Señor hace al visitar nuestra pobreza.

Vosotros sois la luz del mundo”, dice también Jesús. Y nos viene bien el aviso, pues sin darnos cuenta podemos acabar confundiendo los destellos epilépticos de las luces de neón de los anuncios comerciales con la luz verdadera, la que ilumina y orienta la existencia.

Cada vez son más los que andan buscando en los horóscopos, en las cartas del tarot o en la esfera de vidrio de los adivinos la dirección que ha de tomar su existencia. El hecho de ser hombres y mujeres, hechos a imagen y semejanza de Dios, es ya un potente faro para valerse en la niebla. Lo es más si nuestra vida esta iluminada por la fe.

Sin luz no hay colores. Es más, sabemos que sin luz no hay vida posible. Hasta los chiquillos del colegio saben que el sol es la fuente indispensable de energía de nuestro planeta. La luz es una de las más bellas imágenes de Dios: “El Señor es mi luz y mi salvación” rezamos en los salmos. “Yo soy la luz del mundo, el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” escuchamos de boca de Jesús.           

Estamos en misión. El Señor ha puesto en nuestro corazón un sabor de vida nueva y una luz, la de la fe, no para ocultarla sino para hacerla ver. No es cuestión de ostentación, de impaciencia o de desprecio, y, menos, de buscar la polémica o el enfrentamiento con quien piensa distinto. Se trata simplemente de ser lo que somos, de estar con los demás, dando sabor a lo insípido e impidiendo que se corrompa, siendo una pequeña luz en la oscuridad.