+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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21 de mayo de 2011
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La página del evangelio de este domingo nos retrotrae al Jueves Santo, a la sobremesa de la última Cena de Jesús con sus discípulos. En el ambiente se mascaba la tragedia. Podemos imaginar la ansiedad que atenazaba los corazones y los pensamientos de los discípulos. Jesús, que sabe lo que se le viene encima, da la impresión de vivir con una asombrosa lucidez sus horas últimas. En las palabras que en ese anochecer pronuncia parece que se le escapa el corazón: Son palabras de consuelo, ni una de reproche aunque sabe que ya se ha tramado la traición de Judas y que Pedro le negará antes de que cante el gallo.
En la vida hay horas horribles: en que determinados o inciertos temores se abaten sobre las personas: la parición de una enfermedad incurable, un obstáculo que parece insalvable… Están también los temores colectivos – la guerra, la violencia, el futuro del planeta, los riesgos del átomo-, que a veces, nos asaltan. Añádanse las graves cuestiones a que todo verdadero creyente se ve sometido: ¿cuál va a ser el futuro de los grandes valores humanos o qué futuro espera a nuestra Iglesia? A veces estos vientos de pánico alcanzan incluso a los más fieles
Podíamos comparar las anteriores situaciones a las que viven los discípulos. Y es en ese contexto humano en que el optimismo invencible de Jesús brilla como una llama en la noche. Está a unas horas de la cruz y, sin embargo, es él el que intenta levantar la moral de sus amigos: “No se inquiete vuestro corazón ni se acobarde…”. Pero sigamos oyendo sus razones…
“En la casa de mi Padre hay muchas estancias…Voy a prepararos sitios… para que donde yo estoy estéis también vosotros”.
Pero, como suele suceder en estas ocasiones, no falta el ingenuo de turno que salta con alguna pregunta que parece romper de pronto el encanto y la sublimidad del momento que se está viviendo:«Señor, si no sabemos a dónde vas, ¿cómo vamos a saber el camino?».
La pregunta de Tomás, el discípulo que se mueve siempre en el pragmatismo de lo cotidiano y visible, da lugar a una contestación tan simple, aparentemente, que a lo mejor no se encuentra leyendo libros doctos; tan honda que sólo se puede comunicar de corazón a corazón: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida«.
Pilatos, interrogando a Jesús en el Pretorio, preguntaba: «¿Qué es la verdad?». En la encrucijada de los miles de caminos existentes, hay un Camino que tiene que ver con lo verdadero, con bello, con lo bueno, con lo que unifica y construye. Es el camino que lleva a la Vida. El camino no es una ideología, sino Jesús mismo, su vida, su muerte y su resurrección
“Si me conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre”. Ahora es Felipe el que interviene: “Señor, muéstranos al Padre y nos basta”. La respuesta de Jesús es de una sencillez y de una hondura admirable: “¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces, Felipe? El que me ha visto, ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: «Muéstranos al Padre»? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí?
Toda imagen que el hombre se hace de Dios es imperfecta, obra de nuestra capacidad de imaginar. De lo que podemos estar seguros es que en ningún sitio vamos a encontrar una imagen más exacta de Dios que la que, aun siendo humana, se nos revela en la vida y actuación de Jesús.
Lograr que el mensaje de Jesús penetre en el corazón de los hombres de hoy es una empresa ímproba, seguramente más grande que las curaciones y los milagros realizados por Jesús en su ministerio por los caminos y aldeas de Galilea. Por eso es profundamente consolador escucharle: “En verdad os digo, el que crea en mí, hará también las obras que yo hago, y aún mayores, porque yo voy al Padre”.
Seguro que la posibilidad de hacer esas obras tiene mucho que ver con la gran promesa que Jesús les hace, y nos hace a toda la Iglesia, en esa ahora de despedida: Es la promesa del Espíritu Santo, el gran regalo de la Pascua de Jesús. La Pascua granada, como algunos Santos Padres llaman a Pentecostés, es la consecuencia y el fruto de la Pascua florida.