+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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5 de mayo de 2012

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En la Mancha sabemos algo de vides y viñedos. Buena parte de nuestra tierra está salpicada por hileras interminables de vides. Es admirable ver cómo las cepas, desnudas en invierno, casi puro nervio, rinden la jugosa cosecha de racimos de uvas al inicio del otoño. Está también la parra, centinela incansable a la puerta de la casa de campo, que, además de su fruto, obsequia con el cobijo de su sombra en verano. Y hay vides silvestres, trepadoras, restos de antiguos viñedos que dejaron de cultivarse y que, en vez de uvas dulces, dan agraces. Hasta ahí llegan los conocimientos de los profanos, porque, luego, los entendidos distinguen entre uvas y uvas, entre vides y vides.

Los judíos sabían también de vides y de viñas. Los profetas habían utilizado con profusión la imagen de la viña para hablar de las relaciones de Dios con su pueblo. El poema de la viña, de Isaías, es una de las cimas literarias del lirismo bíblico. La imagen representaba al pueblo de Israel, que, con bastante frecuencia, en vez de uvas dio agrazones.

A Jesús la parábola no le servía ya. Y como lo más natural del mundo, aplica a su propia persona lo que hasta entonces se decía de Israel, como si aquello hubiera sido una preparación o un bosquejo del nuevo Israel. Es una práctica que ya conocemos. En oposición al maná, dice de sí mismo que “él es el verdadero pan de vida”; y en oposición a los falsos pastores él  se dice el “verdadero pastor”. Seguro que ello les sonaría a sus conciudadanos como una pretensión exorbitante. ¿Cuál era el misterio o el secreto de aquel hombre que acabaría muriendo en una cruz, y que procedía de una pequeñísima aldea perdida al fondo de una provincia del Imperio romano?

Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador. A todo sarmiento que no da fruto en mí lo arranca, y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto…Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí”.

La unión con Jesús puede tener diferentes grados: Unión intelectual, simpatía por sus enseñanzas. Hay muchos que se han acercado a Jesús por la belleza del evangelio, por la coherencia del mensaje, por la grandeza de su doctrina sobre el amor. Existe una atracción de tipo intelectual. Hay escritores que nos han enganchado por la calidad de su doctrina o por la garra de su expresión. Pero parece claro que la unión de que habla Jesús no es una adhesión meramente doctrinal o estética. De algún escrito francés se cuenta que había escrito páginas bellísimas sobre la Eucaristía, pero que nunca comulgaba.

Hay también uniones de voluntad, de solidaridad, de amor. Hay personas que se hacen amar aunque sólo sea por lo duramente que les ha tratado la vida. Pero el “permaneced en Mí” de Jesús se refiere a una unión más profunda, interior, vital, como si entrara en juego la ley de los vasos comunicantes. Vasos comunicantes que ponen en circulación desde la vid, que es Jesús, hasta los sarmientos, que somos nosotros, esa realidad espiritual, transformante, que llamamos “gracia”, que nos capacita para producir frutos de vida nueva.

San Pablo estaba tan conmovido con este misterio de nuestra inserción en Cristo, la vivía con tanta intensidad y realismo que, al explicarlo, agota todas las imágenes: «Revestirnos de Cristo», «vivir en Cristo», «comulgar con Cristo», «injertarnos en Cristo», «ser en Cristo….». Y no contento, se pone a decir que «somos un cuerpo, en el que Él es la cabeza y nosotros los miembros. Y, rizando el rizo, todavía añade: «Vivo yo, pero no yo, sino Cristo en mi». De esta unión han brotado siempre la fecundidad de los santos y los compromisos más radicales con los necesitados.

A veces puede darse una unión meramente material con Cristo, una superficial y aparente pertenencia a la Iglesia. Podemos ser hojarasca estéril. Necesitamos de esa operación, a veces ruda y dolorosa, que es la poda. Hay bendiciones de Dios que sólo entran en nuestra vida rompiendo los cristales. La buena pedagogía dice que sin la escuela del dolor no maduramos, permanecemos niños. ¿Será por eso que los viñadores dicen que la vid llora cuando se la poda; que se le escapa un reguero de savia hasta que la cicatriz se cierra?   

¿Estamos unidos a la vid?; ¿damos frutos saludables, o somos cepa borde que sólo da agrazones? Jesús resulta creíble en la medida en que nosotros somos creíbles. En cada momento de nuestra vida somos un argumento por o contra Cristo. L´.Abbé Pierre decía: “Cuando lleguemos a la meta no nos preguntarán si hemos sido creyentes, sino si hemos sido creíbles, si nuestra manera de amar ha hecho creíble para los hombre que Dios los ama”.