+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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17 de mayo de 2014

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]E[/fusion_dropcap]l Evangelio es para los seguidores de Jesús su mejor manual de ruta a la hora de conducirse en la vida. El riesgo de extraviarnos es bien real. Una amistad insana, la seducción del dinero, una quiebra económica, un error irreparable, las limitaciones de nuestra condición humana o las perversiones de nuestra libertad pueden acabar llevándonos a callejones sin salida.

¿Tendría razón Machado cuando afirmaba aquello tan bien dicho y tan estimulante de «caminante, no hay camino, / se hace camino al andar«? Porque hay muchos caminos, y no todos igualmente válidos, el mismo Machado se preguntaba:«¿Adónde el camino irá?». Hay caminos de perdición y caminos de vida. Los primeros suelen ser anchos; los segundos, en cambio, son casi siempre angostos.

Parece que hoy impera un subjetivismo de hecho, que maltrata la verdad, recortándola a la medida del consumidor, y cuyas consecuencias inmediatas son el relativismo y el escepticismo, dos graves patologías de la razón.

El hombre, que fue definido como » pastor del ser» y, por tanto, «pastor de la verdad», no su dueño, ha quedado, tras la caída de las ideología y el abandono de las creencias, como única explicación de sí mismo, dueño del bien y del mal, de la verdad y de la vida, que suelen quedar a merced del propio gusto e interés.

El evangelio de este domingo nos presenta a Jesús en un momento de confidencias. Está dando ánimos a sus discípulos; les dice que no tengan miedo ni se acobarden ante lo que les espera; les habla de su próxima partida, de la casa del Padre donde hay estancias para todos, del camino de acceso, que ya conocen. Pero, como suele suceder en estas ocasiones, no falta el ingenuo de turno que se arranca con una  de esas preguntas aparentemente inoportunas, porque parece que rompen el encanto y la sublimidad del momento que se está viviendo:«Señor, si no sabemos a dónde vas, ¿cómo vamos a saber el camino?».

La pregunta de Tomás, el discípulo que se mueve siempre en el pragmatismo de lo cotidiano y visible, da lugar a una contestación aparentemente muy simple, pero tan honda que sólo puede brotar del corazón: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida». Es una afirmación tan pretenciosa que sólo puede brotar de Alguien en quien se revela la verdad de Dios.

Los hombres, a pesar de nuestra contingencia, no somos un puro fenómeno fugaz y evanescente, tenemos substancia, consistencia. Hay, por eso, una verdad del hombre que es la que responde a su ser, la que permite hablar de su dignidad, la que se expresa en su capacidad de libertad, de amor y de transcendencia, la que puede guiar su camino y orientar su destino.   

Hay una frase del Concilio Vaticano II que me encanta: “Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación” (GS.22). Es una afirmación para ser saboreada, rumiada.    

Pilato, interrogando a Jesús en el Pretorio, preguntaba: «¿Qué es la verdad?». En la encrucijada de los miles de caminos que se abren ante nosotros, hay un Camino que tiene que ver con lo bello, con lo bueno, con lo verdadero, con lo que unifica y construye. Es el Camino que lleva a la Vida. El Camino no es una ideología, sino Jesús mismo, su vida, su muerte y su resurrección.