+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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3 de febrero de 2007
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Ya nos gustaría a quienes ejercemos el ministerio de la predicación que nos sucediera lo que cuenta el evangelio de hoy: “La gente se agolpaba alrededor de Jesús para escuchar la Palabra de Dios”. Seguramente nos falta lo que tenía Jesús: que sus palabras eran “espíritu y vida”. Pero tampoco parece que, parte de los posibles oyentes, esté el horno para bollos. La gente se agolpa hoy más bien a las puertas de los estadios o de las discotecas.
Comprendo que los pastoralistas nos digan que no hay que obsesionarse con las multitudes, que las masificaciones son peligrosas, que el servicio prioritario que hoy se nos pide a la Iglesia es cuidar las minorías, para que éstas puedan ser fermento en medio de la masa. Es verdad. Pero Jesús sabía conjugar admirablemente ambas cosas: la dedicación a fondo al grupo de los discípulos y la atención a las multitudes. Es admirable un grupo o una comunidad que vive intensamente la fe y da testimonio de la misma, y lo es también la fiesta popular o la Jornada Mundial de la Juventud, que congrega a millones de personas animadas por el deseo de refrescar su vida cristiana. La masa deja de ser masa cuando empieza a compartir objetivos comunes. De unas y otras canteras han salido los santos.
“Subió a una de las barcas y, desde allí, enseñaba a la gente”. Es admirable este Jesús que improvisa púlpitos y no tiene reparos en predicar desde una barca, mecido por el cabeceo de las olas. Cómo nos estimula a emplear cualquier medio de comunicación que esté a nuestro alcance: el papel impreso de la humilde hoja diocesana o parroquial y la radio o la televisión, el disco compacto o la diapositiva. Cualquier medio puede convertirse en barca para hacer llegar la palabra a quienes están en la orilla.
Después de predicar invita a soltar amarras, a “remar mar adentro y echar las redes”. A Jesús no le gustar pescar a río revuelto. Mar adentro es el lugar de la inseguridad y de la profundidad, donde las aguas son más limpias y se viven las experiencias más inenarrables.
¡Cuánta cosas nos sugiere la lectura del texto! Quisiéramos ser una Iglesia tan apasionada por dar a conocer el Evangelio que aprovechara cualquier medio para ello: la casera mesa familiar o la barra del bar, el ambón de la parroquia o la cámara de televisión, la conversación directa, capaz de poner en contacto corazón con corazón, y las más modernas tecnologías, capaces de multiplicar el mensaje en proporciones insospechadas. Una Iglesia, eso sí, capaz de ayudar a vivir experiencias de hondura, como aquellas de que habla el Cántico Espiritual de Juan de la Cruz: “entremos más adentro en la espesura…”. A lo mejor así la pesca era más abundante: “Hicieron una redada de peces tan grande que tuvieron que llamar en su ayuda a los de la otra orilla”. Aquello fue, como alguien ha dicho, lo más parecido a una escena de Manos Unidas. Porque las experiencias de profundidad no están reñidas con el dar trigo, sino todo lo contrario. Hasta es posible que, de esta manera, lográramos que hubiera peces para todos; para que todos los que tienen hambre pudieran sentarse con dignidad a la mesa.