+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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5 de mayo de 2007

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Siempre que me acerco a algunas páginas del Antiguo Testamento me acuerdo de aquellos aprendices que, en mis años de consiliario, se iniciaban en el movimiento de la Juventud Obrera Católica. En el fondo del alma escondían valores admirables, pero sus modales eran rudos, crueles como la injusticia que soportaban. Se necesitaba una paciente y lenta pedagogía para ir afilando su sensibilidad. Al cabo del tiempo eran capaces de caer en detalles de tanta finura espiritual como la de aquel muchacho que, según me contaban, consciente de los agobios del conductor del autobús, había hecho el propósito de llevar cada día el importe exacto del viaje. Entendía que así hacía la vida más fácil y grata a aquel pobre hombre al que, cada mañana, veía agobiado empuñando, con una mano, el volante y, con la otra, haciendo malabarismos para devolver el sobrante del importe a los usuarios.

La revelación del Antiguo Testamento no empieza siendo una realidad pura. Se va abriendo camino lentamente en la historia del pueblo de Israel. Dios no se preocupa demasiado de su imagen; es un magnífico pedagogo, que se revela a su pueblo a medida que éste afina su sensibilidad y progresa hacia él. ¡Que largo camino el que va desde las venganzas de Lamec, o de la más mitigada ley del talión, dada para no excederse, hasta el perdonar setenta veces siete de Jesús!

En Jesús la revelación alcanza su plenitud luminosa, porque “nadie conoce al Padre sino el Hijo”. Cuando Él hablaba de Dios, sabía de qué hablaba. Es Jesús el que nos revela a Dios como Padre y como Amor. Y Jesús nos dejará como testamento, con fuerza de “últimas voluntades”, el Mandamiento Nuevo: “Amaos unos a otros como yo es amado”. La medida del amor es el amor sin medida . Esta tendría que ser la marca de fábrica de sus seguidores: “En esto conocerán que sois discípulos míos“.

Jesús dio el Mandamiento Nuevo no a hombres perfectos, sino a quienes, poco antes, habían discutido entre ellos a cuenta de los primeros puestos o de quién sería el más importante. Nos dio el Mandamiento como tarea de por vida, para crecer continuamente en el amor. El único remedio real al mal es el amor, porque todo mal es carencia de amor.

Vemos hoy con dolor cómo una larga ola de violencia sacude a nuestro mundo por los cuatro costados. Podemos horrorizarnos, y con razón, ante los sufrimientos y muertes que originan el hambre, la guerra o el terrorismo y pedir, a renglón seguido, como un signo de progreso, que se facilite eliminar vidas humanas, aunque sean vidas en ciernes, en el vientre materno, con el silencio cómplice de quienes se consideran abanderados de los derechos humanos. ¿Y a quién no le causa horror la violencia doméstica o “violencia del género”, como dicen ahora, que tan frecuentemente acaba en sangre y muerte? Ante cada nueva noticia de este tipo, no puedo dejar de preguntarme si los culpables supieron alguna vez lo que es amar de verdad. Quizá confundieron el amor con la utilización del otro como objeto de uso. Un objeto de uso es fácil que se convierta en un objeto de abuso.

¿No nos da la sensación, a veces, de que caminamos todavía por la prehistoria, que andamos en los primeros pasos de la iniciación humana?. Manejamos artilugios sofisticadísimos con una facilidad admirable, peor quizá no hemos aprendido el “abc” del real humanismo, el arte de amar. Pero ¿se educa hoy para amar de verdad? ¿No es más frecuente que se nos eduque para triunfar o para consumir?

Tengamos la cortesía de no hacer a Dios a nuestra imagen y semejanza. Ganaríamos más intentando hacernos a imagen y semejanza suya. “Dios es amor”, nos dice el Nuevo testamento. Y toda su enseñanza de Jesús se resume en la palabra “amar”.