+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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23 de abril de 2016

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Parece un contrasentido retrotraerse, en medio del tiempo pascual, a las últimas horas que Jesús vivió con sus discípulos antes de padecer, para escuchar, como en el Jueves Santo, el mandato del amor. No lo es, porque el amor es una singular experiencia pascual: “Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida en que amamos a los hermanos” (1 Jn 3,14).Oaquello otro: “Quien dice que está en la luz y aborrece a su hermano está aún en las tinieblas” (1 Jn 2, 9).

Volvamos, pues, al Cenáculo. Jesús habló largo y tendido con los suyos. Uno se imagina a los discípulos interrumpiendo varias veces la conversación para hacer a Jesús preguntas que los quemaban por dentro. ¿Qué te va a pasar? ¿Por qué tienes que sufrir? ¿Nos volveremos a ver? ¿Qué va a ser de nosotros sin ti?

Tanto en las palabras de Jesús como en las preguntas de los discípulos se adivina la tristeza y el desconcierto por la separación de aquel de quien se habían  fiado: “Estoy todavía con vosotros, pero dentro de poco ya no me veréis. Pero no os dejaré huérfanos”. Hacía falta infundirles confianza sin escamotear lo que se avecinaba.

La escena tiene toda la ternura de la despedida de un padre o una madre, que, todavía lúcidos, se despiden de los suyos antes de morir. Confían a sus hijos lo que les parece más importante, las encomiendas y los consejos que no han de olvidar nunca, el camino que han de seguir. Así es como Jesús se dirige a los discípulos de la primera hora y a los de todos los tiempos. Así hemos de acoger sus palabras, como palabras con sabor a testamento, como manifestación de últimas voluntades.

No fijamos especialmente en dos frases del evangelio de este domingo. La primera tiene que ver con Jesús  mismo. Imaginemos a Jesús pronunciándola en el momento en que Judas ha salido para ultimar la traición: “Ahora el Padre me glorifica, y yo glorifico al Padre”.

En esa hora dramática en que va a ser entregado en manos de sus enemigos habla de glorificación. Eran palabras incomprensibles para los discípulos; sólo las comprenderán más tarde. ¿Cómo iban a entender aquellos hombres, que todavía pensaban tan a lo humano, que aquel momento de aparente impotencia fuera hora de gloria, que aquel aparente sin-sentido estuviera lleno de sentido? ¿Nos creemos nosotros que en cualquier situación de impotencia y de cruz puede estarse gestando una hora de plenitud y de gloría, porque, como dice san Pablo, todo coopera al bien de los que aman a Dios? ¿Somos capaces de hacer esta lectura cuando arrecian las amenazas o cuando somos puestos en la picota de la opinión pública? En el fondo nos está invitando a fiarnos de él como él se ha fiado del Padre.

La segunda frase que nos lega en testamento tiene que ver con nosotros: “Hijos míos, amaos unos a otros como yo os he amado”. ¿No es ésta una de las recomendaciones más hermosas que los padres confían a sus hijos antes de morir?

Da la impresión de que, en ese momento, Jesús se olvidara de lo que se le viene encima, que la única aflicción que pesara sobre él fuera que se rompiera la fraternidad, que sus discípulos, a los que llama tiernamente hijos, no se entendieran entre ellos, que la discordia y el odio arruinaran la fuerza del amor.

En la hora del adiós, Jesús no nos deja un catálogo de normas, ni siquiera dice cómo había de organizarse la comunidad futura. Simplemente hace un ruego, que repite insistentemente, como estribillo de despedida: que nos amemos tan de verdad y tan sinceramente como Él nos ha amado. “Esa será la señal por la que se conocerá que sois discípulos míos”. 

Cuenta una preciosa leyenda que san Juan, ya muy anciano, casi centenario, cuando visitaba las comunidades, apoyado en su bastón, no dejaba de repetir con voz temblorosa las mismas palabras que había conservado y repetido en su evangelio y en sus cartas. “Amaos unos a otros”.

¡Admirable la despedida de Jesús y su encargo de amarnos! Ese tendría que ser el gran signo pascual de los cristianos ante el mundo.