+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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13 de mayo de 2017
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]E[/fusion_dropcap]l hombre creyente no se instala; está siempre en camino hacia una experiencia de fe más honda, hacia un mundo más humano, hacia una Iglesia más evangélica y más evangelizadora. El Evangelio es para los seguidores de Jesús su mejor manual de ruta a la hora de conducirse en la vida, porque los errores, las limitaciones de nuestra condición humana o las perversiones de nuestra libertad pueden acabar llevándonos a callejones de los que no se ve fácilmente la salida.
Precisamente la primera lectura de este domingo nos pone ante un momento crucial en la historia de la comunidad cristiana. Empiezan a emerger las primeras crisis, los primeros disensos. Hasta este momento, la unidad del grupo estaba facilitada por la homogeneidad racial y cultural. Ahora aparecen las diferencias entre cristianos procedentes del judaísmo y los que venían del helenismo. Es significativo que la división se originara precisamente allí donde la fe se hace operativa: en la asistencia diaria a los pobres. Llama la atención porque es en el amor y en el compromiso social donde se mide la auténtica apertura de la fe, donde se evita que la Iglesia se confunda con una secta, un partido o una ideología.
Pero es admirable cómo, ante el problema, los Apóstoles, en clima de oración, encuentran enseguida una solución: Pidieron a la comunidad que escogiera siete hombres de buena fama, llenos de espíritu de sabiduría, a los que imponen las manos. Así quedó constituida la figura del diácono en la Iglesia. Uno de estos siete elegidos, Esteban, sería el primer cristiano en seguir las huelas de Jesús, derramando su sangre.
El evangelio de este domingo nos presenta a Jesús en un momento de confidencias. Está dando ánimos a sus discípulos; les dice que no tengan miedo ni se acobarden ante lo que les espera; les habla de su próxima partida, de la casa del Padre donde hay estancias para todos; del camino de acceso, que ya conocen. Pero, como suele suceder en estas ocasiones, no falta el ingenuo de turno que salta con alguna pregunta que parece romper de pronto el encanto y la sublimidad del momento que se está viviendo: » Señor, si no sabemos a dónde vas, ¿cómo vamos a saber el camino?».
La pregunta de Tomás, el discípulo que se mueve siempre en el pragmatismo de lo cotidiano y visible, da lugar a una contestación tan simple, aparentemente, que a lo mejor no se encuentra leyendo libros doctos, tan honda que sólo se puede comunicar de corazón a corazón: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida».
“Camino, Verdad y Vida”: Tres realidades inseparables, como un trípode. No hay camino sin la verdad de Cristo y sin la vida que viene de Él; y no hay verdad plena fuera de su camino que es vida; y no hay vida plena fuera de su verdad y del camino que ella abre: “Nadie va al Padre sino por Mí”.
Pilatos, interrogando a Jesús en el Pretorio, preguntaba: «¿Qué es la verdad?». En la encrucijada de los miles de caminos existentes, hay un Camino que tiene que ver con lo bello, con lo bueno, con lo que unifica y construye. Es el Camino que lleva a la Vida. El Camino no es una ideología, sino Jesús mismo, su vida, su muerte y su resurrección.
El discípulo Felipe se movía en una lógica semejante a la de Tomás. Ha oído a Jesús hablar del Padre y hace una petición: “Señor, muéstranos al Padre; con esto nos basta”. Seguramente Felipe pensaba al Padre como el Dios aislado, que subiste por sí mismo, un Dios lejano e independiente de todo vínculo (G. Ravasi). Pero el Padre es inseparable del Hijo, se revela en el Hijo, que es su imagen viva, aunque se exprese en la pobreza de la condición humana. “Quien me ha visto, ha visto al Padre”.
La oración y la escucha de la Palabra, “el servicio de las mesas” (la caridad), la fe y la esperanza, nos vinculan al Cristo, verdad, vida y camino. Y en la espiritualidad cristiana, el fin último, la bienaventuranza del reino celeste, dicen los cristianos orientales, no es la contemplación de la esencia, sino la participación en la vida divina, en el amor del Dios uno y trino. El hombre, a pesar de su contingencia, no es un puro fenómeno fugaz y evanescente, tiene consistencia, origen y destino. Hay una verdad del hombre que es la que responde a su ser, la que permite hablar de su dignidad, la que se expresa en su capacidad de libertad, de amor y de transcendencia, la que orienta su destino. “Jesús, en la misma revelación del misterio del Padre, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre mismo y le descubre la sublimidad de su vocación”, decía el Concilio Vaticano II (cf. GS.22).