+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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1 de abril de 2017

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La aldea de Betania está situada en la vertiente oriental del monte de los olivos, a unos tres kilómetros al este de Jerusalén. Para una existencia tan movida como la de Jesús Betania era un oasis de paz, el lugar donde encontraban reposo su cuerpo y su alma. El evangelista Juan no tiene reparo en mostrarnos una faceta de Jesús tan humana como la amistad: “Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro”. En la casa de estos hermanos Jesús se sentía como en su propia casa.

Las hermanas le han enviado a Jesús un recado: “Señor, tu amigo, al que amas, está enfermo”. ¿No os parece que el recado podría convertirse en una hermosa oración cuaresmal? ¿Quién de nosotros no está enfermo, no lleva heridas en el alma que necesitan ser sanadas por la gracia de Dios?

La resurrección de Lázaro va a ser el último “signo” que Jesús va a ofrecer a los judíos en ese proceso que ha venido abrir entre la luz y las tinieblas, como veíamos el domingo pasado. Justamente después de este signo comienza en san Juan la Pasión. Las fariseos, en vez de abrirse a la luz, se cierran más y más, hasta decidir eliminar a Jesús.

Al encaminarse a Betania para salvar a su amigo Lázaro, Jesús va al encuentro de su propia muerte. Es muy significativo que Jesús, a pesar de la amistad, retrase voluntariamente la ida. “Cuando se enteró de que Lázaro estaba enfermo, permaneció dos días más en el lugar en que  se encontraba”. Él nunca se deja conducir solamente por los sentimientos, sino por la voluntad del Padre.

Ha esperado a que Lázaro muera. Él, que bebería también el cáliz amargo de la muerte, no ha venido para ahorrarnos el sufrimiento y la muerte, sino para transmutarlos por su resurrección: “Lázaro ha muerto, y me alegro por vosotros de no haber estado allí, para que creáis”. En el contexto del evangelio de Juan, el milagro va a ser signo del don que Jesús hará de sí mismo en la cruz y de su victoria sobre la muerte.

Marta, la hermana, le reprocha el retraso: “Si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano”. Es una queja bien humana. También en nuestra vida tenemos la sensación de que Jesús llega tarde. Cuántas veces hemos recurrido a él en situaciones graves, y cuántas veces hemos experimentado su retraso o su no llegada. ¿Por qué no interviene? ¿Por qué no viene con más presteza a sanar lo que en nosotros está enfermo?

¿Quién no se ha encontrado alguna vez en la misma situación de ánimo que las hermanas de Lázaro, viviendo el silencio aplastante de no escuchar la palabra sanadora de Jesús? Es explicable que broten interrogantes que son quejas: ¿Dónde está Dios, dónde el Jesús de la ternura y de la misericordia entrañable, dónde el amigo que se interesa por nosotros? Es como si hubiera vuelto a quedarse en la otra parte del Jordán, donde parece que se encontraba cuando recibió el recado; a la otra parte del río de nuestra vida, de nuestras dudas, de nuestras soledades o de nuestros temores…

Es verdad también que hay personas para quienes la ausencia de Jesús no significa nada, no lo viven con desasosiego. La vida sigue como si Jesús no debiera venir. No se le espera. Cualquier cosa, cualquier diversión, cualquier programa de televisión puede resultar más interesante que esperar o buscar en una Cuaresma la presencia amiga de Jesús.

Pero todavía podemos alargar nuestra perspectiva y pensar en la situación mundial. Una buena parte de la humanidad vive en situaciones de pobreza severa, de hambre o de guerra tales que hacen pensar que Jesús se ha olvidado de este mundo y de sus enfermedades. Para muchos hombres, mujeres y niños de nuestro planeta los dos días de retraso de Jesús parecen durar toda la vida. Incluso los no creyentes apelan con frecuencia a este argumento para justificar su dificultad para creer. “Si Dios existe- dicen – por qué permite que millones de niños mueran de hambre cada año, por qué no acude rápido a curar la enfermedad  de la pobreza que aflige a tantos Lázaros privados de dignidad.

Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí aunque haya muerto vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre”. Así le dijo a la hermana que se quejaba, y así nos dice a nosotros. La resurrección de Lázaro es como el signo que acredita esta afirmación. 

Jesús no convirtió las piedras en pan, ni se lanzó desde el alero del templo para impresionar a sus contemporáneos, como le pedía el Tentador. Asumió nuestra menesterosidad, nuestro pobreza y nuestra impotencia, el hambre y la sed, nuestras cruces y nuestra muerte, porque sólo compartiendo y compadeciendo se revela el amor. Por amor fue hasta la muerte. Si acogiéramos su testamento de amor ¿no cambiaríamos el mundo? Porque ahora es nuestra la responsabilidad. No somos marionetas irresponsables, movidas por dedos invisibles. Los silencios de Dios suelen ser los espacios de nuestra responsabilidad. Pero en cualquier caso, tengamos la seguridad de que a la hora de la verdad, aunque nosotros no hubiéramos colaborado, Él estará ahí para dar Vida y dignidad eternas a todos los Lázaros.