+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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28 de marzo de 2009

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]S[/fusion_dropcap]e ha dicho que, después de los tres poderes clásicos -ejecutivo, legislativo y judicial- el cuarto lo constituyen los grandes medios de comunicación. A veces, si se lo proponen, hasta logran convertir a los otros tres en rehenes de sus intereses. Diariamente estamos viendo cómo, sin estrujar demasiado el ingenio, convierten en figuras egregias a personajes cuyos comportamientos resultan deleznables, y, viceversa, consiguen que hombres eminentes aparezcan como viles.

Conscientes de su poder, algunos de estos medios cultivan con profusión y rentabilidad la moda del » famoseo», y personajes que no vale más que para el esperpento adquieren notoriedad de genios nacionales. Lo más sorprendente es que abunden las personas dispuestas a todo, a vender su intimidad y su dignidad con tal de arañar unas migajas de fama, aunque sea una fama tan efímera y, a la larga, envilecedora.

Contrasta lo anterior con el Evangelio de este domingo. Los hechos realizados por Jesús y la originalidad de sus enseñanzas le habían dado una cierta notoriedad. Estaba cerca la Pascua y, como sucede en nuestros pueblos en las vísperas de las grandes fiestas, ya se notaba en las calles de Jerusalén la presencia de forasteros. Unos griegos, recurriendo a un inocente tráfico de influencias, acudieron a la mediación de Felipe, con quien tendrían algún conocimiento, para ver a Jesús: «Quisiéramos ver a Jesús». (Es de notar que «Felipe» es nombre griego, y que este discípulo era oriundo de Betsaida, aldea pequeña, pero cosmopolita, por ser lugar de paso de las caravanas de los mercaderes). El bueno de Felipe fue a decírselo a Andrés, y ambos fueron con la propuesta a Jesús, felices seguramente de ver cómo se había extendido la fama del Maestro. Es posible que hasta vieran en los forasteros unos futuros discípulos.

La contestación de Jesús debió de caerles como un jarro de agua fría: «Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere queda infecundo, pero si muere da mucho fruto… El que se ama a sí mismo se pierde, y que se olvida de sí mismo en este mundo se guardará para la vida eterna… El que quiera hacerse siervo que me siga…».

Estaba ya cercana la hora agónica de Getsemaní, cuando oraría al Padre pidiendo que “pasara de Él el cáliz amargo de la muerte”. Se aproximaba la hora en que gritaría al Padre desde la cruz. ¿Por qué me has abandonado? Un grito semejante al que resuena en tantos hospitales, al que brota de la cama de tantos enfermos desahuciados. Por eso siguió hablando a Felipe y a Andrés de la turbación de su alma, de su angustia y su miedo ante lo que se le venía encima. Pero no se cha atrás, pues era consciente de que había venido para esta «hora»: la hora de glorificar al Padre con su entrega de amor hasta la muerte.

La actitud de Jesús tiene poco de concesión al triunfalismo. Suena como una denuncia tajante frente a cualquier intento, de ayer o de hoy, de sacrificar la fidelidad en aras del éxito fácil. Es consolador, por otra parte, verle tan humano, tan cerca de nosotros, compartiendo las tribulaciones y angustias de los hombres.

«Quisiéramos ver a Jesús», decían los griegos. La cuaresma es un itinerario para el encuentro con Jesús, con su muerte y su resurrección. Él nos abre a la comunión con el Padre y a la más verdadera comunión con los otros. Celebrar la Pascua es pasar de lo viejo a lo nuevo. Y la «hora» de su muerte se convertirá, por ser la «hora» de la vida entregada, en la «hora» de la gloria. Una gloria no como la que ofrece el mundo, claro está.