+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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24 de marzo de 2012

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El relato evangélico de este domingo sigue inmediatamente al de la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén. Aquel hecho, tan exitoso, había puesto en guardia a los fariseos, que, impresionados, se decían: “Veis que no adelantáis nada. He aquí que todo el mundo le sigue.

Entre los que habían venido a celebrar la fiesta había algunos griegos; estos, acercándose a Felipe, el de Betsaida, le rogaban: “Queremos ver a Jesús”. Mientras que los que ostentan el poder se afianzan en su decisión de acabar con Jesús, otros judíos de la diáspora, griegos en este caso, simpatizan con él hasta el punto de querer saludarle. (Es de notar que “Felipe” es nombre griego, y que este discípulo era oriundo de Betsaida, aldea pequeña, pero cosmopolita por ser lugar de paso de las caravanas de los mercaderes. Quizá explique este ingenuo tráfico de influencias el que mediara algún conocimiento previo entre Felipe y ellos). El bueno de Felipe fue a decírselo a Andrés, y ambos fueron con la propuesta a Jesús, felices seguramente de ver cómo se había extendido la fama del Maestro. Es posible que hasta vieran en los forasteros unos futuros discípulos. 

La hora de Jesús es la de la cruz, pero, en san Juan, esa hora es la hora de la gloria. Parece no responder a la petición de los griegos, que quieren verle. Pero, en realidad, va al fondo de su deseo: Va a llegar la hora en que su identidad más profunda se va revelar en la cruz, la hora también en que se va a manifestar, en el Hijo, hasta donde llega el amor del Padre por los hombres.

Jesús va a morir aparentemente en la más absoluta soledad. Peor va a ser la hora de su vida multiplicada, como la del grano de trigo que cae en tierra y muere, pero que florece en espiga. Muere solo, pero le rodearán millones y millones de hombres y mujeres salvados por su sacrifico, por su amor.

A lo largo de los siglos, los hombres hemos discutido y disertado intentando descifrar el misterio de la muerte de Cristo. Jesús, con la más solemne sencillez, habla de sementera: Durante los meses de invierno, el grano de trigo enterrado parece muerto, pero brotará con la primavera en una hermosa espiga que se hará, tras la recolección, pan de vida para nuestras indigencias y desvalimientos.

La obra póstuma de Federico Nietzsche, el “Ecce Homo”, redactada en 1888 y publicada en 1908, dejada en manuscrito a medio corregir tras sucumbir el autor a un ataque de locura en el que permaneció hasta el año 1900 en que muere, se concluye con un desafío a Cristo: “Dionisio contra el Crucificado”.

Dionisos (Baco) es el dios griego de la pasión, el instinto, la inmediatez, la naturaleza, la borrachera, la danza. 

Nietzsche no es fundador de una nueva religión, ni un nuevo moralista. Todo eso pertenece para él al mundo viejo, decadente y degradado. Lo suyo es una alternativa a la filosofía, a la moral y a la religión. “Alguna vez, dice, irá unido mi nombre al recuerdo de algo gigantesco, de una crisis como jamás ha habido en la tierra, de una decisión tomada contra todo lo que hasta este momento se había creído, exigido, santificado. Yo no soy un hombre, soy dinamita”. Lo suyo es el poder, el tener, el gozar sin frenos ni cadenas, sin condescendencia a la compasión o la misericordia, que son cosas de débiles. Una ausencia sobrecogedora en la obra de este autor es el prójimo. No es extraño; alguna vez confiesa en sus escritos que nunca experimentó el ser amado.

He recurrido a este personaje, el más radical enemigo de la cruz, porque su semilla, rechazada en un principio por la violencia que encierra, ha ido calando en la cultura, en la política, en las conciencias en general. Ya en los años 90, una profesora de Universidad publicaba el “Manifiesto hedonista”, donde puede leerse: “Hoy no queremos más normas que las que nos vienen exigidas por la satisfacción del propio gusto”. Y un distinguido representante de la postmodernidad vendrá a decir lo mismo: “Gozar se ha convertido en el alfa y la omega, el principio y el fin de nuestra cultura”.

La cruz no esta reñida con el gozo de vivir, ni con el disfrute de todo lo bueno, noble y enriquecedor para la persona. Pero san Pablo hablaba de “la sabiduría de la cruz”, que es la sabiduría del amor. Cuando la lógica del amor se olvida, siempre, a la larga y a la corta, sale perdiendo la dignidad humana.