+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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16 de marzo de 2013
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]L[/fusion_dropcap]a gente de Iglesia solemos dar por descontado que nosotros ya estamos convertidos. Son los otros, pensamos, quienes han de convertirse: los que no tienen fe, los que no siguen nuestras reglas de comportamiento… Hemos montado en el corazón un tribunal permanente en el que nosotros somos siempre los jueces y los otros los imputados. Hay personas a quienes ni les pasa por la cabeza que en realidad todos somos cómplices, todos responsables uno de otros. Jesús nos invita a cada uno, en esta Cuaresma, a mirarnos sinceramente por dentro.
Jesús había pasado la noche, como tantas otras veces, orando en el Monte de los Olivos. Al rayar el día ya andaba enseñando por los pórticos del Templo. De repente, un grupo vociferante de fariseos rompe el cerco de los que le escuchaban y empuja ante Jesús a una pobre mujer cogida en adulterio. Machistas ellos, traen a la mujer, no al cómplice masculino.
Han encontrado el modo de “cazar” al profeta que, a la vez que predica el perdón y la misericordia para con los pecadores, ha dicho reiteradamente que no viene a abolir la ley, sino a cumplirla. La ley ordenaba apedrear hasta la muerte a las adúlteras. La trampa estaba servida: Inclinarse por la ley significaría para Jesús perder la aureola de la misericordia que encantaba a la gente sencilla. Inclinarse por la misericordia era ir claramente en contra de la ley.
Jesús guarda silencio. Con la cabeza baja se dedica a escribir signos en la tierra. Todos seguramente hemos garrapateado líneas sin sentido sobre un papel en momentos embarazosos. Así se va haciendo la calma en el corazón paralizado de aquella pobre mujer y en las mentes furibundas de los acusadores. Pasado un rato, alza la mirada y dice sólo unas pocas palabras: “El que de vosotros esté sin pecado que tire la primera piedra”. Y prosiguió escribiendo en la tierra.
El silencio se hacía pesado, insoportable. Hay silencios que matan y silencios que sanan. En el silencio cada hombre tiene la oportunidad de mirar el fondo de su propio corazón. Jesús, al rayar en la tierra, era como si estuviera escarbando en el corazón de los acusadores. Cuenta el evangelio que empezaron a alejarse en silencio, empezando por los más viejos
Al fin quedan solos Jesús y la mujer. –“¿Dónde están los acusadores? ¿Ninguno te ha condenado? Tampoco yo te condeno; vete en paz y no peques más”. Bien conocía Jesús el sentimiento de culpa y de arrepentimiento que afloraba en el corazón de la mujer. Él era el único con derecho a tirar la primera piedra, pero él no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva.
“Vete”, dice Jesús. Era como decirle que volviera a vivir, a esperar, a recuperar la dignidad. Era como enviarle a proclamar que, más allá de la era de la ley, comenzaba la era de la gracia. Y aquella la mujer hundida, que no se atrevía ni a levantar la cabeza, experimentó aquella mañana un amor nuevo y sanador, como nunca lo había experimentado en brazos de ningún hombre.
Con esta actuación Jesús no justifica el adulterio. Lo condena explícitamente, aunque con delicadeza exquisita: “No peques más”.
La mujer abatida, como un perro apaleado, avergonzada, llena de miedo bajo las miradas de sus inquisidores, sin posibilidad de defenderse, refleja bien la imagen de la mujer en aquella sociedad. Ello aumenta la grandeza de la acción de Jesús.
Mirando a la mujer con la mirada limpia y misericordiosa de Jesús, cómo no pensar en el problema dramático de la prostitución, tan vergonzoso, cruel y deshumanizador. El Concilio Vaticano II condenó explícitamente “todo lo que ofende la dignidad humana, como la esclavitud, la prostitución, el tráfico de mujeres y de niños” (G.S.27).
En este tiempo cuaresmal, consagrado a contemplar el rostro de Cristo, además de mirar nuestro corazón, es importante que no olvidemos los rostros y las historias de todas las víctimas, también las de la prostitución, esclavas tanto de sus cínicos “protectores” como de quienes las utilizan como objetos de la propia satisfacción.