Fco. Javier Avilés Jiménez

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16 de marzo de 2013

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Para el apóstol Pablo, este Amor lleva al hombre a una nueva vida: «Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, lo mismo que Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva» (Rm 6, 4). [Benedicto XVI, Porta Fidei 6]

El Bautismo nos introdujo en esa vida nueva, pero como los humanos nos vamos haciendo, hasta que no llega cierta madurez no comprendemos del todo lo que eso significa. Por eso es necesaria la «segunda conversión», la que se lleva a cabo cuando se han experimentado ya ciertos fracasos y hemos descubierto los sucedáneos de sentido, verdad y felicidad que nos han ido surgiendo por el camino. Son esos fracasos y falsas vías de felicidad los que nos hacen sentir la imperiosa necesidad de cambiar, de hallar una nueva vida. En los evangelios lo vemos con frecuencia, Zaqueo, Mateo el publicano, el joven rico, los mismos apóstoles llamados por Jesús a ser pescadores de humanidad, creadores de una nueva forma de vida.

Esta nueva conversión tuvo su inicio en el Bautismo pero ha de verificarse con las respuestas que día a día vamos dando a los dilemas y elecciones que se nos van presentando, algunas de ellas esenciales para la calidad de nuestra vida cristiana. El pecado, los errores, como los fracasos y las decepciones son en el presente las pequeñas o grandes muertes de las que somos instados a resucitar con Cristo para con Él resucitar de manera definitiva al final de esta vida. La experiencia del cambio, de la rectificación que sacramentalmente experimentamos en la Penitencia y Reconciliación, es un anticipo de la resurrección y una muestra de esa nueva vida que Dios nos da. No estamos destinados, como si de una maldición se tratara, a ser siempre iguales, podemos y debemos cambiar.