+ Mons. D. Ángel Fernández Collado

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19 de enero de 2019

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Cada año, del 18 al 25 de enero, fiesta de la Conversión de San Pablo, la Iglesia dedica ocho días a rezar especialmente para que todos aquellos que creen en Jesucristo lleguen a formar parte de la única Iglesia fundada por Él. Por ello, al acercarse estos días, somos convocados a celebrar una “Semana de Oración por la Unidad de todos los cristianos”. Al realizarlo con esta intención, expresamos que nos mantenemos unidos en la oración con el Papa, con los Obispos, con los católicos de todo el mundo y con nuestros hermanos sepa­rados para alcanzar el gran regalo divino de la unidad de todos los cristianos “seamos uno” (ut omnes unum sint), y lleguemos a la unidad en una sola Iglesia, la que Cristo fundó, aquella que permanecerá en el mundo hasta el fin de los tiempos.

La unidad es una de las notas características de la Iglesia Católica y forma parte de su miste­rio. El Señor no fundó muchas iglesias, sino una sola Iglesia a la que nos referimos en el Credo que profesamos como como una, santa, católica y apostólica. Una Iglesia que nuestro Salvador Jesucristo, después de su Resurrección, enco­mendó a Pedro para que la sostuviera, guiara e impulsara (Jn 21, 17), confiándole a él y a los demás Apóstoles su desarrollo y gobierno (Mt 28, 18 ss.), y la erigió perpetuamente en colum­na y fundamento de la verdad (1 Tim 3, 15).

Jesús manifestó claramente su deseo de fundar una sola Iglesia al hablarnos en el Evangelio de un solo rebaño y un solo pastor. La solicitud constante de Jesucristo por la unidad de la Iglesia quedó muy patente en su oración al Padre durante la celebración de la Última Cena, que es, a la vez, como el testamento que nos deja a los discípulos: “Padre santo, guarda en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno, como nosotros… No solo ruego por ellos, sino también por los que creerán en Mí por las palabras de ellos, para que todos sean uno, como Tú, Padre, en Mí y Yo en Ti, que ellos también sean uno en nosotros para que el mundo crea que Tú me has enviado (Jn 17, 11, 20-21). La división existente, actualmente, contradice la voluntad de Cristo, es un escándalo para el mundo y daña la predicación del Evangelio a todos los hombres. La separación del tronco común de algunas confesiones cristianas es un gran mal que Dios quiere que desaparezca.

Por ello, la unión con Cristo es causa y condición de la unidad de los cristianos entre sí. Esta unidad es uno de los mayores bienes que puede recibir la Iglesia Católica y toda la humanidad pues, siendo la Iglesia una y única, aparecerá como signo salvador ante las naciones, invitando a creer en Jesucristo como Salvador único de todos los hombres. La Iglesia continúa en el mundo la misión evangelizadora y salvadora de Jesús.

Recemos, pues, y ofrezcamos sacrificios para que se superen las dificultades existentes y alcancemos la ansiada unión de una sola Iglesia bajo la guía de un solo Pastor, Jesucristo.

La unidad es un don de Dios y, por eso, está estrechamente ligada a la oración y a la continua conversión del corazón, a la lucha ascética personal para ser mejores y para vivir más unidos al Señor. Por ello, hay que crecer personal y comunitariamente en intimidad profunda con Jesucristo; hay que pedir por todos y, especialmente, por los que han dado pasos importantes por alcanzar la meta que tanto desea el Señor, que formemos una sola familia en Él, la Iglesia de Jesucristo. Igualmente, tenemos que amar a todos los hombres para llevarlos a la plenitud de Cristo y, así, hacerlos felices en el Señor. Esto es lo que expresamos con fuerza y confia­damente en una de las oraciones de la Misa por la Unidad: “Infunde Señor en nosotros tu Espíritu de caridad y… haz que, cuantos creemos en Cristo, vivamos unidos en un mismo amor”.