José Agustín González
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27 de abril de 2019
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“Una Iglesia con las puertas abiertas” es la invitación que le hace el Papa Francisco a la Iglesia en su exhortación apostólica, “La alegría del Evangelio”, ya que la Iglesia siempre está llamada a ser la casa abierta del Padre: “… Con las puertas cerradas por miedo a los judíos” Jn 20, 19-31.
El evangelio de Juan describe, con trazos oscuros, la situación de la comunidad cristiana cuando, en su centro, falta Cristo resucitado. Sin su presencia viva, la Iglesia se convierte en un grupo de hombres y mujeres que viven en una casa con las puertas cerradas por miedo a los judíos.
Con las puertas cerradas, no se puede escuchar lo que sucede fuera. No es posible captar la acción del Espíritu en el mundo. No se abren espacios de encuentro y diálogo con nadie. Se apaga la confianza en el ser humano y crecen los recelos y prejuicios. De la misma manera, una Iglesia sin capacidad de dialogar es una tragedia porque los seguidores de Jesús estamos llamados a actualizar, hoy, el eterno diálogo de Dios con el ser humano.
El miedo puede paralizar la evangelización y bloquear nuestras mejores energías. El miedo nos lleva a rechazar y condenar. Con miedo, no es posible amar al mundo y, si no lo amamos, no lo estamos mirando como lo mira Dios. Así, si no lo miramos con los ojos de Dios, ¿cómo comunicaremos su Buena Noticia?
Si vivimos con las puertas cerradas, ¿quién dejará el redil para buscar a las ovejas perdidas? ¿Quién se atreverá a tocar a algún leproso excluido? ¿Quién se sentará a la mesa con pecadores o prostitutas? ¿Quién se acercará a los olvidados? Los que quieran buscar al Dios de Jesús se encontrarán con nuestras puertas cerradas.
Nuestra primera tarea es dejar entrar al resucitado a través de tantas barreras que levantamos para defendernos del miedo. Que Jesús ocupe el centro de nuestras iglesias, grupos y comunidades. Que sólo él sea fuente de vida, de alegría y de paz. Que nadie ocupe su lugar. Que nadie se apropie de su mensaje. Que nadie imponga un estilo diferente al suyo. Ya no tenemos el poder de otros tiempos. Somos frágiles. Necesitamos, más que nunca, abrirnos al aliento del resucitado y acoger su Espíritu Santo.
Por eso, en aquella tarde de resurrección, cuenta el Evangelio que Jesús “sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo”. Este gesto es impresionante. Quiere decirnos el Evangelio que Jesús nos transmitió su Espíritu y, desde ese momento, ya no vamos solos por la vida. Algo del Señor ha entrado en nosotros y en nuestras comunidades.
Con frecuencia, pensamos que nuestras parroquias y comunidades son sólo la suma de unos pocos hombres y mujeres con todos sus defectos a cuestas. Pues no son sólo eso. En nuestras parroquias y comunidades, pequeñas o grandes, también anda el Espíritu de Jesús que nos llena vida, de paz, de alegría…, y, eso, se contagia.