+ Mons. D. Ángel Fernández Collado

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5 de enero de 2019

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Epifanía es una palabra de origen griego que significa manifestación poderosa, aparición con fuerza y majestad y que, siempre, hace referencia a la llegada de alguien importante. En las iglesias latinas se dio este nombre a la celebración de la llegada de los Re­yes Magos porque era la presentación prodigio­sa del Niño Dios a los Magos de Oriente, a unos hombres sabios. Era la manifestación de Dios a unas personas que no pertenecían al Pueblo de Israel; que representaban a los otros pueblos, a los paganos. Y, en ese acto, se abría una nueva dimensión de la pertenencia a Dios que ahora se ampliaba a toda la humanidad. San Pablo, en la Carta a los Efesios, lo expresó con preci­sión: “que también los gentiles son coherede­ros, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la Promesa en Jesucristo, por el Evangelio”. La Epifanía significa, pues, esa manifestación de Dios —hecho Hombre, hecho Niño en Be­lén— a todos los hombres de buena voluntad, perteneciesen o no al pueblo de Israel. Hoy es el día en que conmemoramos y revivimos el mo­mento en el que Dios se manifiesta a los genti­les, es decir, cuando el Señor abre las puertas de su Reino, de su misericordia y amor, a todos los hombres.

Dios se revela a toda raza, pueblo y nación. Se revela en Jesucristo, Dios vivo y verdadero, ante quien no cabe otra actitud que el reconoci­miento humilde de su divinidad y la adoración. 

La religión cristiana es una religión univer­sal, de fraternidad y de amor para todos; nues­tro compromiso cristiano no se puede quedar encerrado en el templo. Debemos ser cristianos no sólo en el templo, sino también en el ejer­cicio de la caridad, en la familia, en el trabajo, en la calle, en la cultura y en la sociedad. Ser cristiano debe ser sinónimo de hombre uni­versal, fraterno, alegre, bondadoso, dialogante, comprensivo, misericordioso, sobre todo, con los más pobres y necesitados, expresión de los dones del Espíritu Santo en nuestra vida. 

Dios-Padre ha inscrito en el corazón de to­dos los seres humanos el deseo de buscarle. Y Dios responde, a ese anhelo que hay en cada uno de nosotros, mostrándonos a su Hijo Je­sucristo, que se hace hombre, y nace y vive en nuestro mundo en un momento concreto de nuestra historia. 

Así lo entendieron los Magos que vinieron buscándolo desde Oriente hasta Belén. Ellos fueron capaces de descubrir una estrella, entre las miles existentes en el firmamento, y de fiarse de ella; fueron capaces de dejarlo todo y de po­nerse en camino para alcanzar la meta deseada; fueron capaces de buscar y de caminar juntos, colaborando unos con otros; fueron capaces de descubrir en el Niño, acostado en un pesebre, al Hijo de Dios, al Mesías esperado desde si­glos; fueron capaces de ofrecerle sus mejores dones, sus mejores regalos; fueron capaces de postrarse ante Él y adorarle; fueron capaces de dar un cambio en su vida y caminar de vuelta a sus casas por otros caminos. Sus vidas habían cambiado al encontrarse con Dios y ya no ne­cesitaban ninguna estrella puesto que su luz les iluminaba en el corazón. Ahora, ellos eran es­trellas, misioneros del Dios hecho Hombre. 

Cuando celebramos la Navidad con fe y amor, nos hemos encontrado con el Niño Dios y hemos contemplado y adorado a Jesucristo, el siguiente paso es convertirnos en estrellas que guíen a otros hasta ese mismo lugar, has­ta Jesús. La estrella que los Magos de Oriente descubrieron les animó a dejar su casa, su tie­rra, sus ocupaciones y a ponerse en camino. No siempre la señal aparecía clara; incluso hubo momentos en los que desaparecía. Hoy, como siempre, en medio de una multitud de señales y de llamadas, los seguidores de Jesucristo y de su Evangelio somos invitados a conver­tirnos, personal y comunitariamente, en estrellas, en signos visibles de la salva­ción universal que Dios viene a traernos. 

La historia de los Magos es una her­mosa lección de fe, hombres capaces de dejarlo todo, seguir una estrella, adorar a un niño y cambiar de camino. El en­cuentro con el Niño Dios transformó definitivamente sus vidas. Se transfor­maron en misioneros, en estrellas llenas de luz, en presencia luminosa de Dios en el mundo. 

Los Tres Reyes ofrecieron significati­vos regalos al Dios-Hombre: oro, que represen­ta nuestro continuo amor de entrega al Señor; incienso, que simboliza nuestra constante ora­ción que se eleva al cielo; y mirra, que significa la aceptación paciente de los trabajos, sufri­mientos y dificultades de nuestra vida en Dios. 

Como a los Tres Reyes, Dios nos llama, nos ilumina para que le busquemos y se revela a nosotros en Jesucristo. Y nuestra respuesta no puede ser otra que la de los Magos: buscarlo, seguir su camino, postrarnos y adorarlo, ofre­ciéndole a Él nuestra entrega, nues­tra oración, nuestros trabajos y nuestra vida.