+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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13 de diciembre de 2014

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]Q[/fusion_dropcap]ueridos amigos:

Os hablo hoy de otra necesidad del evangelizador: la formación. Es imprescindible para vuestra tarea y, sobre todo, para vuestra propia vida de creyente.

La fe se aloja más a gusto en una mente abierta, capaz de pensar, de razonar y de preguntarse, que en una mente cerrada. Son más las dudas que proceden de la ignorancia o los prejuicios que las que proceden de una mente abierta.

La verdad que hemos de transmitir no la inventamos, ni es invento de la Iglesia. Somos eslabones de una cadena. La verdad contenida y testificada por la palabra de Dios ha pasado de boca a boca, de corazón a corazón, en una larga tradición que dura ya más de 2.000 años. En la fidelidad a la verdad revelada se juega buena parte de la eficacia de la evangelización. Hay que cultivar un amor intenso a la Sagrada Escritura y aprender a leerla como Dios manda.

Se trata de una palabra recibida en lenguaje humano, en una cultura que nos queda muy lejos; hay que aprender a manejar la Biblia no sólo para saber encontrar un texto, sino para captar su mensaje. No es la letra lo que salva, sino el Espíritu que le da vida. El Espíritu es quien hace que, acogida en su verdad, se haga viva, actual, salvadora.

La verdad de la Escritura se acoge y vive en la comunidad eclesial. No transmitimos “nuestra” verdad, sino la verdad de que es depositaria la Iglesia, que ha recibido el encargo de conservarla integra y de anunciarla con fidelidad. Pero eso no quiere decir que tenga que hacernos intransigentes o impositivos, tampoco orgullosos o fundamentalistas.

Hay que insistir a tiempo ya destiempo en la necesidad de la formación permanente. Antes la vida se solía dividir en dos grandes períodos: uno de formación y otro, de producción. Hoy hay un axioma que nadie discute: “La vida entera de la persona ha de concebirse como un proceso de formación permanente”. El cristiano no puede valerse en la edad adulta, y más en un mundo de ofertas plurales, con lo aprendido para la primera comunión. El crecimiento como persona exige crecer como creyente. Una fe no formada es, casi siempre, una fe deformada, incapaz del diálogo, produce rechazo y desconcierto. La sospecha de infantilismo y de desfase que muchos tienen respecto a la verdad de la fe procede, con frecuencia, de una mala presentación de ésta por parte de los evangelizadores.

La lectura, el estudio, la reflexión compartida y enriquecida con las aportaciones de los demás, las reuniones específicas de formación son imprescindibles para dar calado a la tarea del evangelizador. Necesitamos “razones para creer”. Somos evangelizadores no sólo cuando hacemos cosas, sino también cuando nos preparamos para “dar razón de nuestra esperanza”.

Hay quien se escuda en el pretexto de que para impartir unas catequesis a niños no necesita mucho más de lo que sabe. No nos formamos sólo para hacer, sino para iluminar nuestra vida con una luz nueva.Esa luz se irradia, luego, en todo lo que hacemos.

La formación en la fe ha de ser una formación integral, que ilumine la mente, que transforme el corazón, que se traduzca en vida. No es cuestión sólo de saber mucho. “No el mucho saber harta y satisface al ánima, mas el sentir y gustar de las cosas internamente” decía San Ignacio de Loyola en sus Ejercicios. La formación es integral cuando conduce a una “sabiduría” que no tiene que ver sólo con el entendimiento, sino con toda la madurez personal. Un evangelizador formado no es un “sabiondo”, sino el que ha aprendido a gustar y orientar la vida desde el saber que viene de la fe. 

            Con todo afecto