José Miguel Fernández Fernández
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12 de septiembre de 2020
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Vamos retomando nuestra vida cotidiana, van finalizando los días de vacaciones y volvemos a la sana costumbre de vernos en las parroquias cada domingo para recargar las pilas del alma, para aprender las lecciones de la palabra de Dios, e ir así creciendo en sabiduría y prudencia, y de esta forma vaya saliendo de nosotros lo mejor de nosotros mismos, algo imprescindible para construir el reino de Dios, el paraíso en la tierra que todos deseamos.
Pero esto no es fácil, porque las relaciones personales no son fáciles. ¿Hay alguien que no haya tenido nunca una discusión con sus padres, con sus hermanos, con los amigos? ¿Hay alguien que no se haya equivocado o cometido algún error en su vida? Todos cometemos errores. Pero eso no es malo si sabemos rectificar, pues del error se aprende.
Todos cometemos fallos. No somos dioses, ninguno de nosotros está inmaculado. «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra» (Jn 8,7b) nos dice el Señor en el Evangelio. Unas veces, las menos, son errores provocados a conciencia, con maldad. Otras veces pensando que hacíamos lo correcto, sin desearlo. Y la mayoría de las veces sin ser conscientes de los errores.
La solución para todo esto no está en aislarnos y vivir solos, porque somos personas sociables, necesitamos a los demás. No estamos hechos para la soledad. ¿Os imagináis vivir solos en mitad de un desierto o en mitad del campo sin ver ni tener a nadie a vuestro lado? Todos necesitamos tener relaciones con los demás: familia, amigos, pareja, compañeros, etc. Las personas debemos conectarnos, aunque suframos las diferentes relaciones humanas indicadas antes.
Necesitamos vivir en familia, en comunidad, pero en la convivencia diaria sale lo mejor y lo peor de nosotros mismos. Salen a flote nuestros egoísmos, la soberbia, las ansias de poder, el autoritarismo. Cuando discutimos con alguien nos distanciamos, tensamos la relación. Y cuando tenemos cariño e intimidad con alguien nos sentimos cercanos. Pero cuando nos enfadamos del todo rompemos las relaciones y dejamos de hablarnos con personas que queremos. Todos conocemos a personas que no se hablan con otros de su familia, amigos, vecinos, etc., y nos sentimos muy mal. ¿Entonces, cómo hacer para que, aun equivocándonos, no hagamos de nuestras casas, colegios, pandillas y comunidades, una guerra que nos lleve a odiarnos y a llevarnos mal? La respuesta está en la Palabra de Dios que este domingo nos propone la Iglesia. Pues se centra en el perdón.
Dios, que nos conoce, inventó el perdón, una cualidad fundamental para la convivencia. El perdón es abrirle de nuevo la puerta del corazón a alguien. Decirle de nuevo: te quiero, me importas, te necesito en mi vida. Sanar su herida y la nuestra, unirnos de nuevo. Porque el perdón une, y el rencor separa. Por eso cuando perdonamos o nos perdonan, nos sentimos más cerca que antes, más amigos que antes, más hijos que antes, más hermanos que antes.
Todos necesitamos perdonar y que nos perdonen, y esto Dios lo sabe. Por ello nos dice hoy en el evangelio que tenemos que perdonar SIEMPRE. Porque siempre vamos a ir cometiendo errores, y siempre necesitamos que nos den otra oportunidad. Si no perdonamos y sin embargo queremos que nos perdonen, deberíamos sentir vergüenza al rezar el padrenuestro, porque no es justo pedirle a Dios lo que nosotros no hacemos por los demás.
Necesitamos la fuerza de Dios para sacar lo mejor de nosotros mismo, para ser la comunidad que Dios necesita hoy. Para saber perdonar, para que de esa manera, perdonando, imitaremos y viviremos en nuestra vida la inapreciable misericordia de Dios.
¿Y cuantas veces debemos perdonar? Pues como humanos que somos, dáñanos por el pecado original, tropezamos muchas veces en la misma piedra. El Evangelio nos da la respuesta: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete»(Mt 18, 22). Esta respuesta de Jesús quiere decir que siempre debemos perdonar, pues también nosotros somos siempre perdonados por Dios, cuando nos acercamos a su Amor Misericordioso en el Sacramento de la Confesión.
Que recemos siempre con convencimiento de corazón ese parte del Padrenuestro: “… perdona nuestras ofensas como también nosotros personamos a los que nos ofenden…”. Sea este el propósito al principio de curso.