Antonio Manuel Tomás Pérez

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5 de agosto de 2023

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Todos, creyentes o no, podemos estar de acuerdo en que, históricamente, Jesús existió y fue un gran hombre lleno de bondad y sabiduría, que murió de una muerte infame en la cruz y que sus seguidores aún se cuentan por millones después de unos dos mil años. Jesús fue un hombre bueno que lo único que hizo en su vida fue curar, sanar, aliviar el sufrimiento, escuchar, comprender, anunciar la Buena Noticia del Reino de Dios que para él era un reino de amor en el que Dios era un padre bueno lleno de misericordia que nos amaba a todos. Hasta aquí poco que decir.

El problema con algunos son estos relatos fantásticos como en el de la Transfiguración: cuerpos deslumbrantes, vestidos refulgentes, nubes de las que salen voces… ¿Podemos entonces aceptar que Jesús se dedicara a hacer su puesta en escena particular con este episodio fantástico? La pregunta es simple, pero ya se intuye dónde radica la controversia y por dónde ya podemos empezar a pelearnos como chicos pequeños. Estos niños pequeños dirían, pero, ¿esto pasó de verdad o no?, y la pregunta en sí es una pregunta de niño. 

La respuesta es sencilla y polémica al mismo tiempo. Claro que pasó de verdad, pero no se trata de una crónica histórica, no es un relato histórico. La estructura del relato nos advierte que se trata de una Teofanía: una experiencia de la presencia de Dios. Este texto es una manifestación de la presencia de Dios en Jesús conectada con el Antiguo Testamento, con la pasión y muerte de Jesús y con el gran acontecimiento pascual de la resurrección. No es una manifestación de esplendores que transforman todo por arte de magia.

La Transfiguración se sitúa en el contexto de los anuncios de Jesús de su pasión, muerte y resurrección. El anuncio de la pasión rompía las expectativas de los discípulos de Jesús. Sólo después de la increíble experiencia de la resurrección, los discípulos creyeron en el crucificado. Esta experiencia es la que se expresa por “anticipado” en la transfiguración.

La Teofanía de la transfiguración tiene una serie de elementos simbólicos que nos dan la clave para saber que este acontecimiento es importante: el monte alto, lugar de la presencia de Dios, la luz resplandeciente, la voz, el miedo de los presentes, Jesús se lleva con él a Pedro, Santiago y Juan, sus discípulos más íntimos, a los únicos que les cambió el nombre, y los que le acompañaron en otros dos acontecimientos fundamentales en la vida de Jesús: la resurrección de la hija de Jairo y la agonía de Getsemaní. Junto a Jesús aparecen Moisés y Elías, pero ellos no resplandecen, representan la Ley y los profetas, es decir, toda la Escritura.

Escuchadle es la palabra clave. El Antiguo Testamento se ha superado, ahora hay que escuchar a Jesús. Escuchar es la actitud básica del discípulo, escuchar no sólo es aprender del maestro sino obedecerle, hacer lo que él hace, seguirle. 

Y después de la voz que dice “Este es mi Hijo el amado, escuchadle”, nada, silencio. Todo ha vuelto a ser como antes, la Teofanía se acaba, pero nos deja una enseñanza: ese que muere en la cruz es el Hijo de Dios, es Dios. Seguimos buscando una gloria que no tiene nada que ver con el Evangelio, la única Noticia Buena es que la mayor gloria que podamos imaginar ya está aquí, en la entrega total por amor, esa entrega es la misma gloria. Jesús es la gloria.

Seguimos demasiado apegados al Dios del Antiguo Testamento, todavía no nos creemos del todo que Dios sea Padre, Amor, Misericordia, Compasión… Y esto es en lo que creía (cree) Jesús de Nazaret, nuestro maestro, amigo y Señor; esto es lo que hacía (hace): sanar, aliviar el sufrimiento, cuidar, escuchar comprender… esa es la gloria del Hijo de Dios, del Dios hecho hombre, del hombre hecho Dios a base de amar.

Antonio Manuel Tomás Pérez. Diácono Permanente