+ Mons. D. Ángel Fernández Collado

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29 de diciembre de 2018

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]L[/fusion_dropcap]a Iglesia celebra la Fiesta de la Sagrada Fa­milia, inmediatamente después de la Na­vidad, para ponernos de modelo a la Fa­milia en que Dios escogió nacer y crecer como Hombre. 

Jesús, María y José. Tres personajes modelo formando una familia modelo. Y fue una fami­lia modelo porque en ellos todo estaba some­tido a Dios. Nada se hacía o se deseaba que no fuera la voluntad del Padre celestial. 

La vida de cualquier familia o comunidad cristiana, a semejanza de la Sagrada Familia, se expresa como comunidad de vida y amor. Cris­to, al nacer en una familia humana, la redime y la convierte en una especie de sacramento permanente de la presencia amorosa de Dios Trinidad, en una Iglesia doméstica. La familia es el primer regalo que Dios nos da al darnos la vida. En ella hemos sido amados gratuitamente y crecemos en libertad y gracia; en ella se sem­bró y cultivó nuestra fe; en ella aprendimos a amar y rezar. Formar parte de una familia y de una comunidad cristiana es siempre un regalo del Señor. 

El Evangelio (Lc. 2, 41-52) nos narra el in­cidente de la pérdida de Jesús durante tres días en Jerusalén y de la búsqueda angustiosa de José y María, que culmina con una respuesta desconcertante por parte de Jesús: “¿No sabíais que debía ocuparme de las cosas de mi Padre?”. El Padre y las cosas del Padre son lo primero y fundamental en la vida y actuación de Jesús. Y, así, debe ser también para nosotros como hijos de Dios. 

La familia cristiana pasa hoy por momentos difíciles y esta situación no se superará mien­tras los esposos y los hijos no tengan como mo­delo a Jesús, María y José, a la Sagrada Familia de Nazaret. Todo en ellos giraba alrededor de Dios. Como en la Sagrada Familia, en la vida matrimonial debe haber un “tercero” que debe ser siempre un “primero”: Dios. Entre padres e hijos, debe estar ese mismo “tercero”, que siem­pre será para todos “el primero”: Dios. 

La presencia de Dios en el hogar, entre los miembros de la familia, garantiza la perma­nencia de la familia cristiana y unas relaciones que, sin ser perfectas, como sí lo fueron en la Sagrada Familia, sean lo más parecidas posibles al modelo de Nazaret. Por eso, Dios elevó el matrimonio a nivel de Sacramento, para que la unión matrimonial fuera fuente de gracia para los esposos y para los hijos. 

Hoy día, entre las familias que se llaman cristianas, encontramos elementos descon­certantes por su forma de pensar y de actuar: ¿Dónde está Dios en muchas familias cristia­nas? ¿Es Dios el personaje más importante en nuestras familias? ¿Se dan cuenta las parejas que se casan ante el altar de Dios, por medio de un Sacramento, que para cumplir con su compromiso matrimonial deben poner a Dios como centro de sus vidas y de su hogar? ¿Las familias enseñan esto a sus hijos? ¿Rezan los es­posos? ¿Rezan con los hijos? ¿Reza junta toda la familia en algunos momentos o acontecimien­tos? 

¿Cómo cumplir con las exigencias del amor cristiano, que piensa primero en el otro antes que en uno mismo, que busca en todo momen­to complacer al otro antes de complacerse a sí mismo? ¿Cómo cumplir los consejos que San Pablo nos da en la Segunda Lectura (Col. 3, 12- 21)? “Sed compasivos, misericordiosos, humil­des, bondadosos y pacientes. Soportaos mutua­mente y perdonaos cuando alguno tenga quejas contra otro. Y sobre todas estas virtudes, vivid en el amor, que es el vínculo de la unidad consuma­da”. Es imposible caminar por esta senda evan­gélica si no rezamos, si no obtenemos la ayuda y las gracias necesarias del Señor, si Él no es lo primero y el centro de nuestra vida. 

La Primera Lectura del libro del Ecle­siástico (Eclo 3,3-7.14-17) nos ofrece también unos consejos muy prudentes y oportunos sobre las relaciones entre los miembros de la familia, haciendo un desarrollo muy apropiado del Cuarto Mandamiento: honrar padre y madre. 

“El que honra a su padre queda lim­pio de pecado; el que respeta a su madre, acumula tesoros. Quien honra a su pa­dre, encontrará alegría en sus hijos y su oración será escuchada; el que honra a su padre, tendrá larga vida y al que honra a su madre el Señor lo escucha. Hijo, cuida de tu padre en la vejez y no le des motivos de tristeza; ten paciencia con él en su ancianidad y no lo menosprecies por ser tú joven. El bien hecho al padre no quedará en el olvido y se tomará a cuenta de tus pecados”. 

Que Jesús, María y José sean nuestro ejem­plo y nos acompañen con su ayuda y protec­ción para que, en nuestras Comunidades y en todas las familias cristianas, Dios sea el primero y nuestras acciones muestren su gracia y su amor.