Juan Iniesta Sáez

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24 de noviembre de 2024

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En el diálogo de Pilatos con Jesús, que recoge el Evangelio de este domingo, se manifiesta, de manera tan clara como en pocas perícopas evangélicas, la confrontación de dos modos de ser tan distantes como son el de Dios y el del mundo (entiéndase la mundanidad, en ese modo de distinguirlos que los escritos paulinos reflejan tan bien). ¿Tú eres Rey? ¿Qué rey eres? ¿Uno que manda y se impone, o uno que convence porque propone y es el mejor testigo de su propia propuesta, en esa coherencia que tanto se echa en falta en la mundanidad? Eres Rey, ¿por razón de qué o de quién? ¿De dónde viene tu potestad? ¿Del avasallar y hacer de los demás un trampolín para las propias aspiraciones, o del servir y ponerse a los pies de los demás, como hizo Cristo pocas horas antes de esta escena con sus discípulos?

Con toda razón le dice Jesús a Pilatos: “Mi reino no es de este mundo”. Este mundo rige por otros parámetros. Los de Cristo marcan un sendero distinto, que no es de este mundo pero que se desarrolla en el mundo, hasta transformar el mundo en un lugar más “de Dios”, porque es más “de los hombres”, en la auténtica realización de los anhelos del corazón humano. Porque es un mundo más de verdad, de “la Verdad”.

“Para esto he venido al mundo”, continúa respondiendo Cristo a Pilatos, “para dar testimonio de la verdad”. Esa que el mundo postmoderno en el que vivimos niega. Tú tienes tu verdad, yo la mía…. Es como acabar por reconocer que no existe “la” verdad. Ciertamente, la Verdad es poliédrica, y para conocerla en profundidad no basta con una sola mirada. Bien sabemos en la Iglesia de la riqueza que supone acercarse a la Verdad desde distintas perspectivas para captarla con mayores matices. Al fin y al cabo, “todo el que es de la verdad escucha mi voz”, y la misión del cristiano es replicar y potenciar, ser el altavoz de la Verdad que es Cristo, para la vida del mundo. Ese mundo que, restaurado por Cristo y su modo no-mundano de ser y de hacer, brilla de un modo nuevo, renovado y renovador.

A este Rey, que todo lo hace nuevo porque recupera lo que hay de original y auténtico en el corazón del hombre, es al que proclamamos Rey. Que sea un reconocimiento, no sólo con los labios sino sobre todo con el corazón, con nuestras actitudes obras; esa es la misión que asumimos los súbditos de tan buen Rey.