Alfredo Tolín Arias
|
8 de agosto de 2020
|
235
Visitas: 235
En los evangelios, la palabra de Dios se expresa unas veces con enseñanzas, discursos y las palabras magisteriales de Jesús, y otras veces con narraciones y relatos que nos hablan por sí mismos. En estos se da una “palabra con autoridad”, es decir, que habla con las obras, con los hechos. Y entre estos se encuentran también relatos que narran los encuentros especiales de Jesús con sus discípulos, normalmente provocados por el mismo Jesús, que suscitan experiencias y vivencias aleccionadoras y vitales.
Este es el caso de nuestro evangelio de hoy. Nos sitúa en la Galilea de los gentiles y más en concreto en el mar o lago de Galilea. En medio del mar, al amanecer, los discípulos se llenan de miedo y espanto ante la visión de un fantasma andando sobre las aguas. Jesús se presenta: “¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!”. Y aquí surge el maravilloso protagonismo de Pedro. Cuando todos están llenos de miedo, él se pone en plan atrevido. Cuando a los demás el miedo les paraliza, él quiere moverse tan pronto como percibe que es Jesús el que está allí. Jesús acepta su propuesta: “ven”. Y le hará vivir una experiencia fundamental. Ahora tiene que acercarse a Jesús andando sí…, pero sobre las aguas. Andar sobre el agua y con el viento fuerte que desestabiliza supone la inseguridad más absoluta, la mayor falta de fundamentos. La angustia de la duda, la percepción clara de la desorientación. Es el ahogo. Pedro va, como otras veces en su vida, del atrevimiento a la vacilación que aboca al hundimiento. En el impacto de la pesca milagrosa confesó: “soy un pecador”. En la experiencia fuerte del ahogo vital añade: “¡Señor, sálvame!”. La mano tendida del Señor va unida al reproche por su falta de fe. Y es sólo eso, un reproche, un reproche lleno de afecto, no una fría condena… para que aprenda de una vez: “¡Hombre de poca fe! ¿Por qué has dudado?”.
Este relato con sus vivencias intensas no quiere acabar aquí, sino que se pone por escrito como un primer capítulo de la larga serie de escenas similares a lo largo de la historia y que llegan hasta hacerse realidad visible hoy entre nosotros.
San Agustín “nos invita a ver en el mar un símbolo del mundo actual” considerando “al mundo como si fuera el mar”. Y los sociólogos modernos califican a la sociedad actual como una sociedad líquida. Sigue, pues, la misma ambientación, debe seguir el mismo contenido y sólo cambian los nombres de los actores-discípulos. Se trata de andar sobre el mar, de acercarnos a Jesús y seguirlo, andando cada uno de nosotros, como Pedro, sobre las aguas. Continúa comentando San Agustín: “Fijaos, pues, en ese Pedro que entonces era figura nuestra: unas veces confía, otras titubea”. “Y si tu pie vacila, si titubeas, si hay algo que no logras superar, si empiezas a hundirte, di: ¡Señor, sálvame, que me hundo!”.
Nuestro trabajo consiste en sentirnos afectados, interpelados, por esos reproches de Jesús: “¡Qué poca fe! ¿Por qué habéis dudado?”. Con frecuencia nosotros mismos como que nos licuamos para vivir inmersos en las aguas de la sociedad consumista y secularizada, en vez de afirmarnos caminando sobre las olas y frente a los vientos que tambalean nuestra existencia. No podemos dejar de sentir que en el mar revuelto del mundo no estamos solos ni abandonados a nuestras pobres fuerzas. Contamos con la presencia y la fuerza de Cristo Resucitado. Su acompañamiento, pues, no nos falta. Quizás lo que nos falta es experimentar esa fuerza de Dios en su imperiosa Palabra que nos dice “Ven” y en el calor de sus manos que nos agarran fuertemente y nos mantienen en pie.