Pedro López García
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6 de abril de 2025
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Durante toda la cuaresma el Evangelio dominical nos va guiando hacia la Pascua. En el primer domingo, el relato de las tentaciones nos invitaba al combate contra el mal. Con la narración de la Transfiguración, éramos invitados a escuchar al Señor y a dejarnos transformar por Él. El tercer domingo nos llamaba a la conversión. El domingo pasado y el de hoy nos revelan la entrañable misericordia de nuestro Dios.
En la mujer adúltera de la que nos habla hoy el evangelista San Juan, vemos el drama del pecado y las heridas que produce en el alma. No podemos olvidar que el pecado es la raíz de la que provienen todos los males, problemas, injusticias y heridas que sufre el ser humano y que padece toda la sociedad.
El hombre que rompe con Dios y vive de espaldas a su voluntad termina caminando hacia la violencia, la división, la destrucción y la muerte.
En el Evangelio de hoy no está sólo el pecado de la mujer, sino también el de los escribas y fariseos que la condenan y que, en su hipocresía, quieren provocar a Jesús y tenderle una trampa.
En la situación de pecado, el ser humano puede llegar a vivir, movido por la gracia del Espíritu Santo, el sano sentido de culpa y el deseo de conversión. Por eso, Dios no se avergüenza del pecador, sino que lo mueve interiormente para que se convierta y viva.
Cristo Jesús siente compasión por aquella mujer humillada y la quiere recuperar para la vida y la salvación.
“El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra”. Todos somos pecadores, todos necesitamos convertirnos. Todos somos débiles y mortales. Reconocer nuestra condición nos hace humildes y misericordiosos con todos.
Dice San Agustín que quedaron sólo dos: la miseria y la misericordia, la miseria del hombre y la misericordia divina. Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. Jesús no ha venido a llamar a los justos sino a los pecadores, porque no necesitan de médico los sanos sino los enfermos.
“Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más”. Experimentar la misericordia de Dios y el poder transformador de su gracia, es una de las experiencias más grandes que puede vivir una persona. Por eso, en este tiempo cuaresmal, no podemos perder la ocasión de confesarnos bien y vivir cómo el Señor renueva verdaderamente nuestra existencia.