Manuel de Diego Martín

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27 de abril de 2025

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Quiero dedicar mi reflexión de hoy al recuerdo de nuestro querido Papa Francisco, que el lunes de Pascua nos dejó para ir al encuentro del Señor Resucitado, después de darnos su bendición urbi et orbi, que debe llegar a todos los rincones del mundo en un día tan solemne. He querido titular mi reflexión con estas palabras, para hablar de nuestro Papa que se nos ha ido: Un hombre para la eternidad. Me he inspirado para ello en esa gran película que nos habla de Santo Tomás Moro. Darle el título de santo a nuestro querido Papa corresponde a la Jerarquía de la Iglesia. Los que ya pasamos los ochenta años no tenemos fácil que podamos verlo un día canonizado. Lo que sí debemos reconocer, como una gran suerte, es que en pocos años hayamos podido conocer a tres papas santos: Juan XXIII, Pablo VI y Juan Pablo II. Al día siguiente de su muerte, en un WhatsApp con el que nos comunicamos antiguos alumnos de la Universidad de Comillas, un compañero ya nos habla de San Francisco, pero no el de Asís, sino Bergoglio. Hay que esperar a que la Iglesia lo declare santo, aunque sí podemos hacer nuestros sus santos mensajes.

En la bendición de Pascua, un día antes de morir, ya nos envió un gran mensaje, que tuvo que leer su secretario, pero que estaba redactado por él mismo. Ahí vimos la gran lucidez de su mente y su capacidad para expresarse, para ayudarnos a vivir comprometidos con esta humanidad tan destrozada, en la que, en vez de triunfar el amor y la justicia, triunfan el egoísmo, la violencia y la muerte.

Quiero hacerme eco de las grandes aportaciones que Francisco, como Papa, ha ofrecido a nuestra Iglesia de hoy. Leía el otro día cómo un sacerdote, que vivió años en Buenos Aires colaborando con él, al enterarse de que su cardenal había sido elegido Papa, exclamó con el alma: ¡Tenemos un Papa pastor con olor a oveja!. Un pastor cuya preocupación es cuidar de sus ovejas. Vimos cómo, enseguida, cuando el Mediterráneo, en Lampedusa, se convirtió en un cementerio de pobres emigrantes, clamó fuertemente contra esta injusticia, haciéndonos oír el grito de Dios a Caín, cuando le hace ver cómo la sangre de su hermano clama justicia.

Este grito de justicia y amor lo refleja en sus encíclicas. Él nos hace comprender que la Iglesia debe ser misericordiosa, siempre en salida, buscando a los más pobres. Nos recuerda que la verdadera alegría se encuentra en el Evangelio. Hay mucha gente que vive hundida en la tristeza y olvida que quien nos ayuda a vivir de verdad es nuestro encuentro con Jesús. Él nos recuerda que todos somos hermanos, y que la preocupación por los pobres, el sentirnos buenos samaritanos, debe vivirse cada día. Nos habla de cómo el amor en las familias es la base de todo. Y al final, nos ha regalado la encíclica Nos amó, que nos ayuda a comprender cómo el Corazón de Jesús se muestra como la prueba más grande de su amor.

Nos hace entender también cómo debe ser nuestra Iglesia: una Iglesia sinodal, en la que haya diálogo, que nos escuchemos los unos a los otros, y, a la vez, todos estemos atentos al Espíritu Santo que nos abre caminos. Él ha puesto en marcha el Jubileo de la Esperanza, con el título la Peregrinos de esperanza. Esta nos hace vivir de cara al Señor, que nos ayuda a entender que, en medio de las dificultades y sufrimientos, Él siempre está a nuestro lado.