+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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28 de febrero de 2015
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]Q[/fusion_dropcap]ueridos amigos: Hablamos hoy del testimonio. Todo creyente está llamado a ser testigo. La Palabra que ha suscitado en nosotros la fe lleva dentro un dinamismo expansivo. El testimonio brota de la vivencia de nuestra filiación divina, del gozo de haber encontrado a Jesús, de una cierta identificación con él.
Jesús es el testigo por excelencia, testigo del Padre. Por eso pudo decir: “Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre”. Y, salvadas las distancias, un admirable testigo de Cristo fue Pablo, que llegó a decir: “Vivo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”. Testigos singulares han sido, y lo siguen siendo los mártires. Precisamente la palabra “mártir” significa testigo. La vida de cada cristiano tendría que proclamar, sin palabras, quién es y cómo es el Dios en quien creemos.
El testimonio no es función o estrategia proselitista; es una manera nueva de ser hombre o mujer. No se reduce a unos actos, ni a unos momentos en que “ejercemos” como testigos o evangelizadores. Es más, el testigo no busca serlo, lo es sin darse cuenta. No “hacemos”, pues, de testigos, “somos” testigos. Cuando el testimonio es una “pose” momentánea acaba cansando. En cambio, cuando sale de dentro, no se puede dejar de serlo. El verdadero cristiano, allí donde esté, haga lo que haga, será un testigo.
Ser testigo es un don del Espíritu. Él alumbra en lo más hondo de nosotros las razones para creer, esperar y amar, haciendo de la vida un don para los demás.
Podemos estar tentados a pensar que nos ha tocado ser testigos en tiempos difíciles. Nunca fue fácil ser cristiano de veras. Los valores del Evangelio no están hoy en alza. Es más, la tentación puede hasta llevarnos a pensar que somos gente rara, y que viviendo conforme al Evangelio estamos haciendo “el primo”. Por eso, hay no pocos cristianos que piensan que su fe es algo íntimo, que no debe manifestarse públicamente ni en la familia, ni en la educación, ni en el trabajo, y mucho menos en la vida política. Es lo que se llama la privatización de la fe, tan en boga en nuestros días.
El testimonio va unido a la valentía apostólica, a la “parresía”, como se llama en los Hechos de los Apóstoles, necesaria para anunciar el Evangelio con ocasión o sin ella. Quien ha sido cogido por el Evangelio en la totalidad de su vida, respira evangelio en todo lo que dice y hace.
El respeto que toda persona nos merece hará que no seamos impositivos ni intolerantes, pero nunca deberá retraernos de ofrecer a los demás “lo que hemos visto, lo que hemos experimentado del Verbo de la Vida”, como dice Juan en su primera carta.
Decía el papa Pablo VI que “el mundo de hoy cree más a los testigos que a los maestros; y si cree a los maestros es porque también son testigos”. Si nuestra falta de coherencia y testimonio da pie a pensar que no será tan importante lo que anunciamos, cuando nosotros mismos no lo cumplimos, estaremos cerrando el corazón de mucha gente a la acogida del Evangelio.
Pero la objeción puede venir también de nosotros mismos, que, al ver nuestros muchos defectos e incoherencias, estemos tentados a pensar que no somos sinceros, que no debemos ni intentar hablar de lo que creemos. ¿Quiere esto decir que habremos de esperar a ser santos para ser testigos, evangelizadores? No. El Evangelio nos supera a todos y, muchas veces, el Espíritu actúa a pesar nuestro. Cuando lo reconocemos y ponemos la confianza en el Señor, él puede hacer cosas grandes con lo poco que somos. Tal reconocimiento será una llamada a crecer en la fidelidad y un buen remedio para no predicarnos a nosotros mismo, sino a Cristo, y éste crucificado, como decía Pablo.
No olvidemos lo que ya hemos recordado otras veces: la necesidad de que nuestra pobreza y nuestras incoherencias sean visitadas por el Señor, de que hemos de contar con su gracia, de alimentar la vida con los sacramentos. Así experimentaremos que la fuerza viene de Dios y se realiza en nuestra propia debilidad. No olvidemos tampoco que los pobres fueron los destinatarios privilegiados del amor de Dios. En la medida en que sintamos nuestra propia pobreza, nos haremos acogedores, sencillos, transmisores fieles del Evangelio.
Con todo afecto.