Juan Iniesta Sáez
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1 de junio de 2025
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¿Qué es más portentoso en el periplo de Jesucristo entre nosotros y en nuestra tierra? ¿Su final, con el misterio de la Ascensión, que hoy celebramos, o su inicio en aquel humilde pesebre de Belén? En nuestra imaginación, como en las representaciones artísticas de la Ascensión, podríamos decir que en este momento final hay muchos «efectos especiales»: la nube de la que habla el libro de Hechos, un ambiente muy luminoso, gestos de veneración por parte de los testigos de tan celestial acontecimiento…. Mucho más discreto aparece el movimiento de descenso del Verbo encarnado: pocos testigos, mucha intimidad, ambiente de oscuridad….
Nuestro Dios, que lo es de vivos y no de muertos, es un Dios dinámico, que se mueve, que no se queda parado ni paralizado. El mismo que bajó de los cielos a la carne de un niño pequeño, asciende ahora entre signos prodigiosos. Los que somos de Dios, sus discípulos, estamos llamados a no quedarnos tampoco paralizados.
Es curioso cómo al final de la perícopa evangélica de este domingo, Lucas indica que, tras la Ascensión, los discípulos «se volvieron a Jerusalén con gran alegría». Contrasta esa alegría con lo que podríamos suponer que los discípulos deberían haber experimentado: el desgarro de la despedida de un amigo, y más que amigo, tan referencial como era para ese grupo y para las vidas de cada uno.
Lejos de quedarse paralizados por la pena o por el sentimiento de pérdida, se ponen en camino, a cumplir con la misión que Jesús les confía en sus últimas palabras con ellos: «Vosotros sois testigos de esto». Testigo, en el griego en que se escriben los evangelios, se dice mártir. Y en eso consiste la vida del cristiano: en ser mártir, en dar la vida testimoniando, con la alegría de la presencia del Señor empapando el corazón. Que el Dios-con-nosotros, el Emmanuel, vino en la Historia y viene a cada historia personal que se permite acogerlo, y se queda en esa existencia concreta. Y que, a la vez, realiza ese movimiento de ascensión en el que no nos deja solos ni paralizados, mirando al cielo al que se marcha, sino aspirando a incorporarnos a él y a encarnarlo en las realidades que habitamos los cristianos en nuestro día a día, dándole carne en nuestra carne y dinamismo evangelizador en nuestras actividades.