Manuel de Diego Martín

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24 de octubre de 2009

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Este último fin de semana ha sido para mí como una verdadera gracia del cielo. Como un gran banquete en el que ha habido unos sabrosos entrantes, un suculento plato, para acabar con unos riquísimos postres.

El sábado por la mañana participé en Madrid, en la primera Jornada de reflexión sobre las nuevas formas de vida consagrada. Entre obispos y grandes expertos en el saber de lo está siendo el mundo de religiosos y religiosas, pudimos constatar que a pesar del invierno vocacional que sufren muchas congregaciones nacidas en otros tiempos, hoy providencialmente se da el nacimiento de muchos movimientos e institutos que con nuevas formas quieren vivir el seguimiento radical a Jesucristo. No cabe duda que todo esto es un motivo de esperanza.

Y por la tarde el plato fuerte. La gran manifestación en favor de la vida. Nunca había visto yo tanta gente junta. Pero aquello no era una masa aborregada, sino un pueblo, un pueblo de niños, de jóvenes, de gente adulta y de ancianos, unidos en un mismo sentir y en un mismo clamor. El grito que salía de lo hondo de tantos corazones, era un sí a la vida. Tuve como curiosidad recoger en una pequeña libreta todo lo que la gente que estaba a mí alrededor coreaba, y que surgía en la más pura espontaneidad para manifestar su compromiso por la vida. Perdido en medio de aquella inmensa marea humana me sentí como en una celebración litúrgica de las más vivas y más sentidas. Era un canto a Dios, era un canto a la vida. Esa tarde me sentí orgulloso de ser hombre, de ser cristiano. Mientras haya gente así hay futuro para la humanidad.

Y como postre para terminar el fin de semana la beatificación en Toledo del Cardenal Sancha. En verano visité su pueblo, un pequeño pueblo de Burgos, a unos kilómetros del mío. Besé la pila bautismal y me salió una plegaria para dar gracias al cielo por este gran hombre, este gran obispo, que tanto bien hizo por una España en tiempos convulsos, luchando por la concordia y la defensa de la justicia y los derechos humanos. Vivió pobre y murió pobrísimo, nos recuerda su lápida. Hoy sabemos que su vivir fue el mejor camino en el seguimiento de Jesús.