+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

|

31 de octubre de 2009

|

98

Visitas: 98

[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]A[/fusion_dropcap] lo largo del año litúrgico, la Iglesia conmemora figuras gigantes en el camino de la santidad mártires insignes, doctores excelsos, hombres y mujeres que hicieron del compromiso con los pobres su pasión y su gloria, fundadores de familias religiosas que han dejado tras de sí una estela imperecedera. Los santos son la gloria de la Iglesia, ellos nos permiten a los seguidores de Jesús presentarnos ante el mundo sin demasiada vergüenza. ¿Hay alguna institución que pueda ofrecer un palmarés tan numeroso y de tanta calidad?

Pero hay un día al año – la fiesta de Todos los Santos- en que la Iglesia quiere expresar el reconocimiento a tantos y tantos hombres y mujeres- “una muchedumbre inmensa que nadie podría contar” -, que han pasado por la vida de manera oculta, pero como verdadera filigrana de la gracia de Dios. No hicieron cosas extraordinarias, pero hicieron extraordinariamente bien las cosas ordinarias. Alguien decía que esta fiesta era como el homenaje al “soldado desconocido”. En la misa escucharemos el evangelio de las Bienaventuranzas.

El evangelista nos presenta a Jesús rodeado de una multitud variopinta: enfermos, pobres de toda condición, personas al borde de la desesperanza, gente de mala fama, “publicanos y pecadores”. Ante tal panorama ¿qué hace y dice Jesús?

“Jesús subió a la montaña, se sentó y se puso a enseñarles”. El carácter solemne con que el evangelista ha querido enmarcar la escena no es para darle un toque pintoresco, sino para presentar a Jesús como el promulgador de la Ley nueva, el nuevo Moisés liberador de todos los que viven en esclavitudes diversas.

Ocho veces pronuncia Jesús la palabra “¡bienaventurados!”. La palabra más importante de su primera homilía es un anuncio de felicidad: “Vosotros los pobres, los que lloráis, los sencillos y los mansos, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que tenéis hambre y sed de justicia, los que trabajáis por la paz, los que sois perseguidos… podéis ser felices”.”¡Sed felices!”

No debemos de olvidar que la palabra “evangelio” fue tomada por Jesús de la segunda parte del libro de Isaías: “El Espíritu del Señor está sobre mí, me ha enviado a llevar el Evangelio (La Buena Noticia) a los pobres, a vendar los corazones rotos, a proclamar la amnistía a los cautivos, a consolar a los afligidos”. Ciertamente que la dicha de que habla Jesús no es incompatible con el sufrimiento.

Las bienaventuranzas están encuadradas por la inclusión, repetida dos veces, al comienzo y al fin, del “porque vuestro es el Reino de los cielos”.

No se trata de una felicidad sólo para más tarde, aunque no excluya la perspectiva del mundo futuro, donde ésta se realizará plenamente. Sería una especie de “opio del pueblo” tranquilizarles con la promesa de ser felices después de la muerte. Pero no es una promesa evidente. La felicidad que Jesús promete es la posesión del Reino de Dios, el amor de Dios, que ilumina desde ahora las situaciones de desvalimiento y pobreza. La primera función de un rey justo en la Biblia es a defensa y liberación de su pueblo de todas las amenazas, asegurar la justicia de los pequeños y los pobres contra los poderosos. Y Jesús está afirmando que son precisamente los más olvidados los privilegiados de Dios, que el Reino es para ellos, que la justicia real toma partido por los pobres. Y esto, no porque sean mejores o más virtuosos que los otros, sino porque Dios es así, pone su honor en hacer misteriosamente felices a los privados de toda felicidad humana. Es una felicidad paradójica, incomprensible para quien no ha hecho la experiencia de sentirse así querido por Dios.

Las Bienaventuranzas son, ante todo, el retrato de cuerpo entero de Jesús. Acabó crucificado, en el fracaso más estrepitoso a los ojos del mundo, pero en la certeza de sentirse tan querido por el Padre que en ello encontró sentido y fuerza para dar la vida. En aquella confianza se gestaba ya la gloria de la resurrección, una certeza que ni siquiera la muerte pudo arrebatarle.