+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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31 de octubre de 2010
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Recuerdo que, con motivo del derribo de las Torres Gemelas a manos de unos grupos fanáticos, algunos aprovecharon para entrar a saco y sentar en el banquillo de los acusados a todas las religiones, sobre toda a las monoteístas, como si fueran la matriz de todas las intolerancias y males acaecidos desde que el mundo es mundo. Nos vendrá bien a los creyentes revisar nuestra utilización de lo religioso y seguir prestando atención a las palabras de M. Buber sobre las huellas de sangre que los hombres han dejado bajo el término «Dios»: «Los hombres – dice- dibujan un monigote y escriben debajo la palabra «Dios»; se asesinan unos a otros y dicen hacerlo en nombre de Dios».
Pero bueno será que el pensamiento laico repare también en las huellas de sangre que, a lo largo de los siglos, los hombres hemos dejado bajo otros términos de admirable nobleza, como pueden ser «libertad, pueblo, raza o revolución proletaria…». En nuestro mismo siglo, sin ir más lejos, se pueden encontrar ejemplos bien expresivos de inquisiciones y masacres laicas que dejan en mantilla a otras vinculadas a lo religioso, con el agravante de que tales ideologías, por su juventud –han brotado después de la Ilustración-, tendría que haber conservado algo del candor de la infancia. Y es que todo es manipulable por el hombre cuando su corazón no es limpio.
Como contrapunto, tampoco vendría mal prestar atención a lo que al patrimonio de la humanidad han aportado las religiones en todos los campos del ser y del saber. Y, aunque no sea fácil encontrar pesas y medias cuando se trata de pesar y medir las profundidades del hombre, no estaría de más, para no juzgar a la ligera, prestar atención a las maravillosas filigranas con que las religiones han enriquecido, a lo largo de los siglos, el corazón de tantos hombres.
Vine esta reflexión al hilo de la fiesta de Todos los Santos, que la liturgia de la Iglesia celebra hoy. Es la fiesta de los santos, hombre y mujeres, anónimos: «Una muchedumbre inmensa que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblos u lenguas» dice el Apocalipsis. Son los que pusieron música e interpretación a la partitura de las Bienaventuranzas, que leemos precisamente en la celebración.
Las Bienaventuranzas son una promesa de felicidad que solamente tendrá realización plena en el mundo futuro, pero una promesa que transfigura ya el mundo presente, transformando el corazón del hombre y el corazón de la historia. Pero, aún antes que eso, son la automanifestación de Jesús, que las encarnó en su vida: la revelación de un Dios que, porque es amor, se hace don de sí mismo y desciende hasta los sótanos de la humanidad asumiendo nuestras cruces y calvarios para levantar al hombre, a todo hombre, a la dignidad misma de hijo de Dios.
El mejor patrimonio que puede presentar el cristianismo no son, con ser tan bellas, sus hermosas iglesia románicas o la exquisita finura de sus catedrales góticas; no son las Fugas de Bach, el Mesías de Haendel o el Requiem de Mozart; no son las pinturas de Rafael o de Zurbarán; no son la Divina Comedia o los versos de San Juan de la Cruz…; loson, más bien, esa muchedumbre incontable de héroes de la paz y orfebres de la misericordia que, a lo largo de los siglos, ha intentando encarnar las Bienaventuranzas, casi siempre de manera anónima y, en no pocas ocasiones, trasladándolas a realizaciones admirables de servicio a los hombres sus hermanos, sin distinción de razas, creencias o culturas.
Los santos de ayer y los de hoy nos devuelven limpio y radiante el nombre de Dios, tantas veces, por desgracia, teñido de sangre.
Los santos, antes que dar gloria a Dios, como si Dios necesitara de nosotros, son quienes se han dejado contagiar de la bondad y belleza de Dios y la reflejan. Es así cómo glorifican a Dios, siendo reflectores de Él. Y porque han sido agraciados se convierten en gracia para sus hermanos los hombres.