+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

|

31 de octubre de 2015

|

85

Visitas: 85

[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]L[/fusion_dropcap]os hombres han utilizado demasiadas veces lo religioso en función de sus intereses. Hasta se han matado unos a otros y decían hacerlo en nombre de Dios. Pero, dicho sea de paso, sería bueno que también el pensamiento laicista, que tanto gusta de sentar en el banquillo de los acusados a la religión, reparara en las huellas de sangre que los hombres han dejado bajo otros términos de admirable nobleza, como pueden ser “libertad, pueblo, raza, estado, revolución proletaria” o, simplemente, por eliminar a Dios. En el siglo pasado, sin ir más lejos, se pueden encontrar ejemplos expresivos de inquisiciones y masacres laicistas que dejan en mantillas a otras vinculadas a lo religioso. Todo es manipulable por el hombre cuando su corazón no es limpio. También los cristianos, que profesamos la religión del amor, tenemos que entonar nuestro mea culpa.

Hoy, como contrapunto luminoso, se nos invita a prestar atención a la admirable filigrana con que la fe ha enriquecido el corazón de tantos hombres y mujeres. A lo largo del año litúrgico, la Iglesia conmemora figuras gigantes en el camino de la santidad: mártires insignes, doctores excelsos, hombres y mujeres que hicieron del compromiso con los pobres su pasión y su gloria, fundadores de familias religiosas que han dejado tras de sí una estela imperecedera. Los santos son la gloria de la Iglesia, su realización más genuina; ellos nos permiten a los seguidores de Jesús presentarnos ante el mundo sin demasiada vergüenza y olvidando complejos. ¿Hay alguna institución que pueda ofrecer un palmarés tan numeroso y de tanta calidad como el cristianismo? Los santos de ayer y los de hoy nos devuelven limpio y radiante el nombre de Dios, tantas veces, por desgracia, teñido de sangre.

Hay un día al año – la fiesta de Todos los Santos- en que la Iglesia quiere expresar el reconocimiento no sólo a estas grandes figuras, sino a tantos hombres y mujeres – “una muchedumbre inmensa que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblos o lenguas”- que han pasado por la vida de manera oculta, pero que fueron una auténtica obra de artesanía tallada por la gracia de Dios. No hicieron cosas extraordinarias, pero hicieron extraordinariamente bien las cosas ordinarias. Alguien decía que esta fiesta era como el homenaje al “soldado desconocido”. Haríamos bien encendiendo hoy, en el corazón de cada creyente, una llama simbólica de gratitud y de acción de gracias por estos hermanos, entre los que seguro que se encuentran abuelos, padres, hermanos o vecinos nuestros, que pasaron por el mundo en silencio, haciendo el bien. Como leemos en el Divino impaciente de Pemán: “No hay virtud más eminente / que hacer sencillamente / lo que tenemos que hacer. / El encanto de las rosas/ es que, siendo tan hermosas, / no conocen que lo son”.

Los santos, a los que especialmente nos referimos hoy, pasaron por este mundo en silencio, sin honores ni homenajes, pero Dios escribió sus nombres en el Libro de la Vida.

Como se ha escrito, el mejor patrimonio que puede presentar el cristianismo no son sus obras sociales, con ser tan admirables; tampoco , con ser tan bellas, sus hermosas iglesia románicas o la exquisita finura de sus catedrales góticas; no son las Fugas de Bach, el Mesías de Haendel o el Requiem de Mozart; no son las pinturas de Rafael o del Greco;no son la Divina Comedia o los versos de San Juan de la Cruz….; lo mejor es esa muchedumbre incontable de héroes anónimos de la paz y de la misericordia que, a lo largo de los siglos, han encarnado el Evangelio, que han puesto música e interpretación a la partitura de las Bienaventuranzas, que en esta fiesta se proclaman. “Es como si la infinita personalidad de Cristo, su luz indeficiente, se hubiese descompuesto en el iris esplendoroso y vario de los santos con tanta riqueza y maravilla de fulgores” (Cabodevilla). Entre estos santos anónimos, seguro que hay muchos que, sin culpa suya, no llegaron a conocer a Jesucristo, pero fueron tan fieles a la verdad descubierta que su vida chorreaba Evangelio.

Las Bienaventuranzas son una promesa de felicidad que tendrá realización plena en el mundo futuro, pero una promesa que transfigura ya el mundo presente, transformando el corazón del hombre y el corazón de la historia.