Juan Iniesta Sáez
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10 de abril de 2021
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Solemos leer la página evangélica de este Domingo, el que completa esta Octava de Pascua, con mucha alegría por el encuentro con el Resucitado, pero también con cierto puntito de desazón, porque más allá de otros muchos matices, en él nos sentimos reflejados también en el discípulo descreído y falto de fe que es Tomás. No contribuye que el propio Jesucristo le afee esa desconfianza.
Pero este Domingo de la misericordia de Dios, Domingo de la Divina Misericordia, creo que es bueno que reconozcamos que es un detalle de esa misericordia, que Dios derrocha con nosotros, el hecho de que nos permita palpar la verdad de su resurrección, tocar con el dedo y hasta con la mano entera la certeza de que la muerte se transforma en vida.
Es un rasgo propio del hombre moderno y tecnológico su deseo de desgranarlo todo, de poder contarlo, medirlo y pesarlo. De tener el control. Y, sin embargo, a menudo ese control sobre las cosas se nos escapa y llegamos a vivir con cierta angustia ante lo desconocido. Si la muerte (y las pequeñas muertes de cada día) nos desconcierta, no lo hace menos la resurrección (con esas constantes pequeñas llamadas a resurgir en cada jornada).
Necesitamos tocar esa resurrección. Palpar las llagas y reconocer que lo que fue herida mortal en nuestra vida, el pecado como desunión respecto a Dios, a los hermanos e incluso fractura interna en uno mismo, puede quedar sanado y superado por la Misericordia divina y de su acción en nosotros.
Pues bien… Hagamos memoria de esa experiencia, que la tenemos. Reconozcamos, busquemos en la propia vida, si aún no la hemos visto, esa huella de la Resurrección de Cristo. Ahí encontraremos luz y daremos pleno sentido a la invitación de Jesús a recibir su consuelo, repetida casi en cada pasaje pascual de los evangelios: ¡PAZ A VOSOTROS!