Pablo Bermejo
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17 de marzo de 2007
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El sábado pasado rememoré la forma que tenía de salir de fiesta hasta hace cinco años, cuando comenzaba a ser veinteañero. Un amigo cumplió años y como es bastante nostálgico decidió celebrarlo jugando al duro en un bar donde solíamos ir todas las semanas a beber antes de salir por La Zona.
En Albacete hay muchos bares similares al que menciono y su moda va rotando de año en año; el caso es que todos hemos jugado al duro alguna vez en uno de estos bares de baldosas anticuadas y que sólo abren los jueves, viernes y sábado por la noche porque ganan suficiente para toda la semana vendiendo vino (le llamamos aguachirri) a todos los jóvenes de nuestra ciudad para jugar al duro. Por si alguien aún lo sabe, este juego consiste en asignar un vaso de chupito a cada participante y entonces lanzar una moneda de diez o veinte céntimos (antiguamente una moneda de duro) contra la mesa para que rebote y se cuele en un vaso, cuyo dueño tiene que beber un chupito de vino de un solo trago. Esto por supuesto se hace a una velocidad vertiginosa y dos litros de vino se pueden vender cada veinte minutos por mesa.
Bueno, pues el caso es que yo estaba desentrenado pero mis compañeros no tanto, así que a la hora de juego me retiré y decidí quedarme a mirar y a ser yo quien comprara los litros cada vez que se acabaran.
Una de estas veces, cuando me acerqué a la barra escuché al dueño decirle a un quinceañero que él siempre compraba vino de calidad porque no quería que nos sentara mal, a mí me dieron ganas de pedirle la carta de vinos. Lo que parecía un leve dolor en la boca del estómago pasó a convertirse en un punzón constante que no se iba en ninguna posición y tuve que salir del bar. Parecía que me hubiera tragado una piedra afilada y se hubiera quedado atascada en la entrada del estómago; entonces me acordé de por qué habíamos dejado de jugar al duro hacía tiempo. Casi siempre nos sentaba fatal y a poco que bebiéramos de más nuestro estómago lo devolvía todo. Así fue también esta vez. Tuve que acercarme a un árbol y devolver todo lo que tenía dentro mientras un amigo que había salido a echarme un vistazo se reía de mí. No vi más devueltos, pero sí a un chaval orinando en la puerta de un garaje a pesar de que el bar tenía baños.
Me acordé del dueño del bar que sólo compraba vino de calidad y que hacía negocio vendiendo basura a adolescentes que no tienen dinero para pagar las copas astronómicamente caras de los pubs.
En fin, mis amigos sí se lo pasaron muy bien recordando buenos tiempos y no les dolió demasiado el estómago. Me tocó a mí recordar los tiempos duros.