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11 de septiembre de 2022

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En los evangelios de estos domingos anteriores se nos presentaban principios importantes de nuestra fe, del camino para seguir a Jesús. Incluso algunos pasajes nos señalaban las renuncias y sacrificios que conlleva ser discípulo, los pasos que hay que dar para seguirle: “si alguno viene a mí y no pospone a su padre… e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío.”“Quien no carga con su cruz y viene en pos de mí, no puede ser discípulo mío”. En este domingo el tono es distinto, Jesús quiere acercarnos al corazón del Padre, ya no es lo que nosotros hacemos sino lo que Dios hace por nosotros.

Jesús se encuentra rodeado de pecadores, que escuchan su palabra, se sientan a la mesa y están abiertos a la conversión y esto despierta el malestar, las críticas en los puritanos. En este contexto tiene lugar este pasaje donde Jesús narra estas tres parábolas denominadas “de la misericordia” donde Jesús nos hace entrar en el misterio de Dios y de la condición humana. Las tres coinciden hablando de una pérdida.

En la primera parábola se pierde una oveja de entre cien, ¿a quién le puede interesar esta oveja teniendo otras noventa y nueve? En la segunda parábola es una moneda la que se pierde, pero teniendo otras nueve ¿merece la pena encender la lámpara, barrer la casa y buscar con cuidado? Y en cuanto a la tercera parábola, el hijo menor que se va de casa ha insultado al padre pidiendo su parte de la herencia, malgastando esa herencia y viviendo perdidamente, ¿a quién le puede interesar lo que le haya ocurrido? Él se lo ha buscado.

Jesús responde a estas preguntas, a Dios sí le importa. Le importa la oveja perdida y por eso es el pastor que sale a buscarla y que cuando la encuentra la carga sobre sus hombros y llama a los amigos y vecinos para comunicarles la noticia. Le importa la moneda que se pierde y por eso enciende una lámpara, barre la casa y busca con cuidado hasta que la encuentra. Y a Dios le importa el hijo pródigo porque es padre a quien se le conmueven las entrañas al ver volver a su hijo y corre a abrazarlo y besarlo preparando una fiesta.

Jesús nos revela el rostro de Dios, su misterio. Dios es misericordia, por eso él se rodea de pecadores porque busca la oveja perdida, la moneda y al hijo que se marcha y le da una nueva oportunidad para volver a casa, para disfrutar de su compañía. No se trata de criticar o de oponerse sino de hacer fiesta “porque este hermano tuyo estaba perdido y lo hemos encontrado”.

El perdón de Dios no siempre es entendido por todos y ahí tenemos la figura del hermano mayor en la parábola del hijo pródigo que pretende hacer entender la actitud de Dios. La reacción de este hermano puede ser la de algunos cristianos que se escandalizan ante la misericordia de Dios, de su acogida. El amor es lo que ocupa el primer lugar.

Todos podemos “perdernos” o sentirnos perdidos en algún momento de nuestra vida, pensar que irnos lejos de Dios, vivir sin Él, nos va a traer más libertad o más disfrute de la vida. Decía el papa Benedicto XVI: “quien deja entrar a Cristo no pierde nada, nada -absolutamente nada- de lo que hace la vida libre, bella y grande… Él no quita nada, y lo da todo”.

Podemos buscar otros pastos, perdernos por otros caminos, buscar otros hogares, pero Dios nos estará esperando y saldrá a buscarnos hasta dar con nosotros y ante nuestro vacío, ante nuestro desconcierto volverá a llevarnos a su casa y envolvernos con su misericordia porque para Él todos somos importantes, valiosos y merecemos la pena. ¿Estás dispuesto o dispuesta a dejarte encontrar?

Ignacio Requena Tomás
Párroco de Letur