José Joaquín Tárraga Torres
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25 de mayo de 2025
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Las despedidas siempre cuestan. Decir adiós a un amigo, un familiar o alguien a quien amamos es como romper un lazo que nos une profundamente. Es como rasgar el corazón, desprenderse de algo que forma parte de nosotros. Todos hemos experimentado la tristeza de una despedida en algún momento de nuestras vidas.
Hoy, Jesús se despide de sus amigos. Todos están tristes. Ya no lo verán más. Dejarán de estar a su lado, ya no podrán reclinar la cabeza en su pecho ni sentir su mirada de amor. Han vivido tres años apasionantes, en los que Jesús ha conquistado sus corazones, y ellos se han dejado seducir.
Han compartido mesa, viajes, aventuras, sinsabores y proyectos. Juntos han crecido en la vida. Y ahora, el Maestro se marcha. Su despedida huele a consuelo, a cercanía, a cariño. Es una despedida triste pero esperanzada. Lo vivido queda en el corazón, y ahora toca seguir creciendo, poner en práctica lo aprendido y ser luz y sal en este mundo necesitado de alegría.
Jesús no quiere irse sin más. Su partida tiene un propósito mayor. La voluntad de Dios es siempre cuidar de sus hijos, y Jesús lo sabe. Por eso, regresa al Padre para cuidar de nosotros, hablarle de nosotros y prepararnos un lugar. Es momento de partir para crecer, para construir y anclar en el corazón la esperanza.
Esta partida no nos deja huérfanos ni en soledad. Jesús enviará su Espíritu, quien nos recordará todo. Será su fuerza y su presencia la que nos guíe en el nuevo camino a seguir.
Jesús se va, pero el Espíritu Santo es su presencia entre nosotros. Sus palabras siguen resonando cada día en el corazón. Su aliento, consuelo, iniciativa y propuesta siguen presentes hoy, tan vivos como en la primera llamada a los apóstoles. El Espíritu Santo es la nueva presencia de Dios entre nosotros. ¡Gracias, Señor!