Pedro López García

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10 de diciembre de 2022

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El tiempo de Adviento nos pone en la misma situación de espera que vivió el pueblo de Israel atendiendo la venida del Mesías; nos pone en la misma perspectiva que vivió la Virgen María durante los meses de embarazo ansiando el alumbramiento de su hijo, el Hijo de Dios.

Por eso, el tiempo de Adviento es un tiempo de anhelo, de esperanza y de alegría. Este tercer domingo de Adviento subraya, precisamente, la ALEGRÍA: “Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos. El Señor está cerca” (Flp 4,4-5) – dice la antífona de entrada de la Misa -.

Este grito de esperanza y de alegría nos llega cuando vivimos tiempos de incertidumbre, de tensión y de preocupación. Por eso resuena con más fuerza y con el poder de abrir un horizonte nuevo a la vida, incluso aunque esté amenazada.

En el evangelio de hoy, los discípulos de Juan el Bautista le preguntan a Jesús si él es el Mesías que debía de venir. La respuesta del Señor es formidable: “los ciegos ven y los cojos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y los pobres son evangelizados”; ¡ahora se cumplen los signos anunciados por los profetas!; ¡ahora irrumpen los tiempos nuevos!; ¡ahora el Mesías está en medio de su pueblo!

Y si esto no fuera suficiente para comprender quién es él, Jesús, y qué está ocurriendo con su presencia, cita al profeta Malaquías refiriéndose a Juan Bautista: “Yo envío a mi mensajero delante de ti, el cual preparará tu camino ante ti”.

Las promesas para el futuro hechas por los profetas ahora se cumplen: Jesús, el Señor, es el esperado desde antiguo, la gloria de Israel, la luz de los pueblos.

¿Cuál es el motivo de tanta alegría? Lo dice el profeta Isaías: “¡He aquí vuestro Dios! Llega el desquite, la retribución de Dios. Viene en persona y os salvará”.

Independientemente de cómo vayan las cosas, el motivo supremo de la esperanza y de la alegría es que Dios viene en persona, que Él está en medio de ti… y su presencia transforma absolutamente todo. La vivencia del encuentro con Cristo pone en el corazón la gracia y la luz que liberan del pecado y del mal y nos hacen partícipes de la vida divina.

Con el nacimiento del Verbo de Dios en la humildad de nuestra carne empezó esta estupenda realidad que transforma el alma y el cuerpo, el espíritu y la materia, si bien aún de modo parcial. Cuando vuelva el Señor revestido de gloria al final de los tiempos, cuya espera alienta el tiempo de Adviento, las promesas llegarán a su consumación y, entonces, quedarán atrás para siempre “la pena y la aflicción”.

 

Pedro López García

Vicario Zona Levante