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12 de marzo de 2022
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En la pedagogía de la Iglesia, que es madre y maestra, se intentan seguir los pasos de Jesús, que es el Maestro (con mayúscula). Establece la Iglesia que, en este tiempo de Cuaresma recién comenzado, cada año repitamos la temática de los dos primeros domingos: en primer lugar, las tentaciones de Jesús, para que se ponga en contexto de qué viene a liberarnos el Salvador; en segundo, la contemplación y prefiguración de su glorificación, con el episodio ocurrido “en lo alto de una montaña”, que identificamos tradicionalmente con el monte Tabor.
En ese seguir los pasos del Maestro, en este camino hacia la Jerusalén de la pasión, muerte y resurrección de Jesús, se hace necesaria una pausa que sea más que un mero descanso. En los evangelios, la transfiguración es el lugar de la promesa por excelencia. Vislumbrar la gloria de Dios, y sobre todo anticipar que podrían ser partícipes de ella, hace que, a los tres apóstoles elegidos para participar de este momento, el episodio les parezca ensoñación. ¿Puede el hombre aspirar a semejante comunión con Dios? ¿Puede soñar con participar en la gloria de Dios, y encima no de un modo individualista y aislado, sino en comunión con la Iglesia del presente y la de todos los tiempos? (que eso viene a representar la presencia de Moisés y Elías: que la promesa que se les hizo a ellos se cumpla en Cristo implica que su cumplimiento será para todos los tiempos y hasta la eternidad).
Puede aspirar, sí. Puede y debe participar. Es la gloria de Dios, que el hombre tome parte de una transfiguración no ya temporal, sino definitiva. Todo como un regalo de su infinita gracia. ¿El camino? ¡Sencillo! Dejarnos hacer por Él. No hay nada nuevo desde el principio de la vida pública de Jesús, cuando al recibir el bautismo en el Jordán desde el cielo el Padre ya marcaba el libro de ruta para toda la larga peregrinación que le conduciría hasta la Cruz y Resurrección: “Éste es mi Hijo, escuchadle”.
Juan Iniesta Sáez
Vicario Episcopal Zona La Sierra